Entre el espíritu y el polvo

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Arella falleció a la mañana siguiente, antes de que el sol despuntara, cuando el día aún era frío y húmedo y, en las ramas de algún roble cercano, los canarios comenzaban a cantar.

Su vida se apagó suavemente, como si liberara un aliento contenido, y la última hoja de su árbol cayó haciendo espirales en el aire hasta llegar al suelo, donde una criatura desalmada la pisó para convertirla en trocitos secos que algún día volverían a formar parte de la tierra.

Trigon no se dio cuenta hasta ya pasadas las nueve, cuando fue a llevarle el desayuno. Ingresó en la habitación como cualquier día normal y llamó a su esposa, que yacía envuelta en las mantas floreadas de la cama. Al no recibir respuesta, una pequeña certeza germinó en su interior como una idea perversa, pero para asegurarse de ello, fue hasta ella y zarandeó un poco su cuerpo. Estaba fría.

Trigon ladeó una sonrisa tóxica igual de roja y fétida que los gases calientes del centro de la Tierra.

—Pues ya iba siendo hora —se dijo a sí mismo, complacido.

Aunque pasados unos segundos recordó algo que le hizo arrugar el entrecejo y maldecir a la madre que parió a Arella.

Primero tendría que decírselo a su hija.

. . .

Tal vez Garfield dijo una tontería que la hizo reír. Rachel no lo recuerda con exactitud.

Lo que sí recuerda es la realidad volviéndose borrosa, la voz de su compañero tornándose lejana, retumbando en un eco contra sus oídos, y la sensación de que un tentáculo frío y baboso trepaba por su columna. Un vacío se instaló en la boca de su estómago, y fue como si mirara abajo desde un veinteavo piso y saber que pronto alguien vendría detrás de ella para empujarla al abismo.

Su teléfono vibró en su bolsillo, y por un momento quiso creer que se trataba de Kory que le llamaba para preguntarle cómo le estaba yendo el viaje.

El número de Trigon apareció en la pantalla, escrito en letras blancas y luminosas.

Garfield estaba sentado al frente de ella en la cafetería, nombrándola preocupado. Pero él no existía en ese momento, porque delante de Rachel solo se hallaba su teléfono, la voz cavernosa de Trigon y la vorágine de temores aglomerándose en una esquina oscura de su mente.

Arella ha muerto —le hablaba aquella quimera, logrando introducirse en su cabeza a través de sus oídos.

Arella había muerto.

De verdad había muerto.

A Rachel se le cayó el teléfono de las manos y se quedó mirando la nada unos segundos, hasta que sintió que los ojos empezaban a picarle y un ardor invadía su garganta.

—¡Rachel! ¡Por todos los cielos, Rachel! Dime qué pasa —Garfield ahora estaba a su lado, sacudiéndola con los nervios a flor de piel.

Percibió que el chico se agachaba hasta llegar a su altura y tomaba su rostro entre sus manos, buscando una mirada en sus ojos temblorosos.

—Arella... —murmuró a duras penas, el fuego carcomiéndole desde el fondo del esófago—. Tienes que llevarme de vuelta, ahora.

—Rae, escúchame, dime qué sucede...

Por primera vez, ella posó sus ojos sobre él, como dándose cuenta que estaba allí. Mas, apenas lo vio, la chispa roja que había heredado de su padre se encendió y un relámpago surcó por su rostro, haciendo que el muchacho diera un par de pasos hacia atrás.

—¿Qué no me escuchas? ¡Llévame con Arella! ¡Ahora!

. . .

No era real. Solo una ilusión. Un reflejo oscuro de las sombras que crecían en su interior. Trigon estaría feliz al saber que logró convencerla de que Arella había muerto. Trigon. Arella. Ella. Arella estaba bien. Ella llegaría y la saludaría como siempre, entonces Garfield se pondría a bromear sobre cualquier estupidez que se le viniera a la cabeza y todos se reirían de su tontería.

Porque Arella estaba bien, ¿no es así?

En su cabeza se repetía la misma imagen una y otra vez, como una pesadilla viviente. Su madre cerraba sus ojos para no volver a abrirlos, sus últimos pensamientos escabulléndose en algún lugar entre su espíritu translúcido y el polvo de una habitación vacía, mientras el graznido de un cuervo resonaba en la distancia, presagiando nubes de tormenta sobre la Rachel de diecisiete años que huía de casa demasiado asustada como para que le importara su madre, a quien dejaba a la merced de un demonio del inframundo.

Cuando llegaron, una ambulancia se encontraba estacionada a las puertas de la casa. Rachel fue la primera en salir del auto y dejar a Garfield tras ella para correr hasta allá, justo cuando dos hombres vestidos de blanco salían del domicilio cargando con una camilla, sobre la cual yacía un bulto del tamaño de una persona, envuelto en una manta azul.

—Es solo una ilusión —se dijo a sí misma, aunque lo supiera en realidad.

Hubiera corrido hacia ellos, les hubiera gritado aquellos hombres que todo era un error y les hubiera obligado a descubrir el cadáver solo para convencerse de que nada de eso estaba pasando. Tal vez hubiera golpeado a alguno si decidían que ella era solo una niña que intentaba revivir a su madre con la fuerza del pensamiento. Lo hubiera hecho de verdad, de no ser porque Garfield la sujetó con fuerza y se negó a soltarla, sin importarle los golpes que le daba o los insultos que profería.

—¡Suéltame ahora, Garfield!

—Rachel...

—¡Déjame ir!

—Lo siento.

Pataleó cuan bestia enfurecida y gritó hasta sentir que la garganta le sangraba, hasta que en un momento su voz se quebró y sus golpes perdieron energía. Garfield la estaba sujetando contra su pecho, pero Rachel no podía sentir nada más aparte del sabor salado de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

My inner demonsWhere stories live. Discover now