Una cena muy cara.

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El mal tiempo continuaba asolando las calles de Milán. La catedral, en un día tan intempestivo, no representaba nada más que una sombra gris perdida en el firmamento. Las avenidas estaban plagadas de transeúntes que, caminando bajo sus paraguas de colores, destacaban entre los tonos grises de las aceras, el asfalto y las nubes. Era la época de comprar regalos y adornos navideños y después, finalizar la tarde con un chocolate caliente.

Pero qué incómodo es pasear por el centro de la ciudad bajo un paraguas… Te chocas con el de al lado. La anciana que llevas delante te mete una varilla en el ojo… Se te empapan las botas de ante. Ésas botas tan bonitas que tanto te apetecía estrenar, aunque sabías que no era el mejor día, ni el mejor momento. Sabías que el agua las arruinaría, pero daba igual, eran tan fantásticas, y quedaban tan bien con esos vaqueros oscuros, que había que estrenarlas.

Las lucí durante unos diez minutos aproximadamente, hasta que sumergí uno de mis pies en un charco. El otro pie se encontró con otro charco un cuarto de hora más tarde.

Ahora las botas, junto con mis pies, reposaban sobre las baldosas anaranjadas del suelo de un restaurante de moda muy céntrico. Estaban húmedas y llenas de barro. Tuve la sensación de haber tirado ciento veinte euros a la basura y de haber escupido en la cara del diseñador. Si mi madre hubiese visto esto, me habría caído buena bronca.

Recogí mi pelo rojo detrás de las orejas. Abrí la carta, envuelta en cuero granate y leí las sugerencias de la casa. Matteo parecía haber elegido ya. Miguel se rascaba una ceja pensativo y Marianna me observaba con curiosidad. O con desconfianza. Bueno, con una mezcla de ambas.

Habíamos decidido ir a cenar los cuatro, antes de la fiesta. La famosa fiesta que da por finalizada la primera ronda de exámenes. Matteo estaba muy animado. Mantenía una conversación agradable con Miguel y se reían juntos. Yo procuraba disimular mi mal humor a la vez que invertía gran parte de mis fuerzas en reprimir una expresión de perro rabioso que luchaba por hacerse hueco en mi cara. Sin embargo, por alguna razón que no alcanzo a comprender, a Marianna no la convencí. Es la razón por la que las amigas son imposibles de engañar. Lo huelen. Huelen cuando estás cabreada, cuando tienes la regla, cuando no has dormido o cuando has discutido con alguien. Lo huelen todo. Las amigas, sobre todo las mejores, son como perros de caza. Cazan tus emociones al vuelo y las vuelven en tu contra. Te llevan al cuarto de baño para alejarte de oídos indiscretos y te interrogan al lado del retrete.

-       Habla – dijo Marianna apoyada sobre la pared rosada de los servicios, a la derecha de un secador de manos que no funcionaba. Miguel y Matteo se habían quedado en la mesa discutiendo acerca del vino, el champán, la cerveza y las demás bebidas alcohólicas con el camarero.

-       ¿De qué tengo que hablar? – pregunté mientras me miraba en el espejo. Tenía el pelo encrespado por la humedad y el maquillaje me llegaba por las ojeras.

-       De tu cara mustia, de tus miradas evasivas, de tus respuestas monosilábicas… – respondió ella luciendo esa satisfacción que te suele inundar cuando aciertas de lleno – Puedo seguir contando…

Me giré hacia ella, después desvié mi mirada hacia el suelo encharcado y lleno de papel higiénico.

-       ¿Ves? – continuó ella – Estás muy rara. Bueno, rara no, estás muy cabreada. Se te nota a distancia. Y estás enfadada con Matteo. ¿Me equivoco?

¿Veis? Lo que yo decía: perros de caza. Aunque, también podría decirse que, si Marianna es un perro de caza, mi novio, Matteo Venanzi, es un chihuahua en Beverley Hills. Porque no se entera de ni del nodo.

-       No quiero hablar de eso. No te enfades por favor – mis ojos brillaron y mis cejas se encorvaron en una expresión de súplica. No quería hablar con nadie, con nadie que no fuera Matteo. Y solo para lo estrictamente necesario.

Fuera de juego © Cristina González 2012//También disponible en Amazon.Where stories live. Discover now