CAPITULO 4 - SUEÑOS

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Arriba del auto, mis padres platicaban y se carcajeaban. Íbamos por las calles dando la vuelta. Era 16 de septiembre y era la primera vez que nos llevarían a presenciar los fuegos artificiales. Sara y yo estábamos contentísimas, ella tenía 9 años y yo 14, si bien la diferencia de edades era marcada nosotras nos llevábamos de maravilla. Ya queríamos ver los fuegos, decían que cada año eran más hermosos. A lo lejos miramos unas luces preciosas sobre el cielo: Azules, rosas, brillantes y gloriosas...Y después, sólo un golpe seco, pero lo bastante ensordecedor para desubicarnos por un momento. El auto fue derribado por uno de los costados, prácticamente, estábamos al revés. Luego hubo gritos, gritos llenos de desesperación. Sangre, unas ventanas rotas y, sobre todo, desconcierto...

—¡Aaaah!

Di dos suspiros fuertes, estaba asustada, mi corazón estaba desbocado, definitivamente odiaba ese sueño, a menudo me preguntaba ¿por qué Morfeo me gastaba esa broma tan pesada?

Recordar el día en que lo perdí todo era horrible. Después de la muerte de Sara, mamá cayó en depresión, papá no soporto la situación y huía enterrándose en trabajo. Luego él se fue con otra mujer que ya tenía una hija: Nadine, la señorita perfecta. La hijastra de los sueños.

Ella iba en mi nueva preparatoria, pero en otro salón. Siempre que nuestras miradas se cruzaban, éstas se impregnaban de odio mutuo.

Y todo esto por un conductor ebrio, ojalá se estuviera retorciendo en las llamas del infierno...

Prendí la lámpara de mi pequeño buró y saqué del compartimento de abajo una minúscula botella de tequila. Al diablo con dormir, quién lo necesitaba. Di un trago a fondo y escuché unos cuantos golpes en la pared, Octavio preguntaba en clave Morse ¿si estaba bien?

Di otro trago, por un momento estuve tentada a ir por algo de comer, era mi escapatoria cuando sentía aquella ansiedad tan sofocante.

Me puse unos jeans, tenis y una blusa púrpura de arcas encima. Me miré en el espejo de cuerpo completo. Era asqueroso cómo la grasa se me salía por el borde de los pantalones y en la parte de arriba, cerca de las axilas, era por eso que nunca usaba esas blusas para salir en público. Acomodé mi cabello rizado y enmarañado hacia el frente, para tapar la carne que me molestaba. Caminé hacía el balcón y deslicé la puerta corrediza.

Me recargué sobre el grueso barandal de cemento. El viento llevaba aire caliente, era como si el verano se hiciera más intenso cada día.

Octavio también salió. Venía casi dormido.

—¿Qué eres sonámbulo? —Me burlé, debido a sus pequeños y rasgados ojos grisáceos.

El chico tenía el cabello castaño y la piel morena. Portaba una camiseta roja, además de una cachucha negra que siempre llevaba volteada. Aunque en ese momento se veía muy cansado, Octavio era por mucho, el único hombre guapo que conocía y que no era un idiota.

Me reí. —Tendré que guiarte, por favor camina derecho y no te detengas.

—¡Oh no, no es eso, es que tengo una vecina lunática que se la lleva gritando por las noches, sólo Dios sabe qué hará a estas horas y con quién! —Sonrió pasándose de su balcón al mío.

Le di un codazo y me senté en el barandal de cemento, con una pierna por fuera y con la otra hacia el balcón. Di otro trago y mi cara se arrugó, estaba demasiado fuerte. Agité la botella frente a él y le dio un trago.

Luego dijo con un fingido tono de preocupación. —¡Además es una alcohólica!

Ambos reímos. Como de costumbre agarré su cachucha sin permiso. Siempre se la quitaba y él se molestaba, no obstante, esa vez, sólo sonrió débilmente.

Su cachucha era tibia por dentro, tenía muchos cabellos.

—La calvicie se ha instalado en tu vida, ¿has pensado en usar algún remedio mágico? ¿cómo aguacate molido con orejas de burro?

Sonreímos, después ambos nos quedamos en silencio.

—Sigues teniendo esos sueños ¿verdad?

—Sí.

Él era el único que sabía lo que pasaba en mis pesadillas.

Estaba harta de lidiar conmigo, cambiaba de humor en cuestión de minutos, en un segundo podía tener una opinión sobre un problema y luego otra. Mi sentir, pensar y actuar no estaban sincronizados. No podía dormir en las noches, aun cuando tomaba pastillas para el insomnio.

Puse la botella en sus manos y bajé por la escalera de incendios de mi balcón. Dejé atrás a mi amigo y subí a mi pequeño Chevy blanco, mi regalo de 16 años.

Lo prendí y apenas pasé algunas cuadras aceleré a fondo. Estaba enfadada, porque no me importaba nada y porque si moría no sería el fin del mundo. Era un ser humano como cualquiera, en todos lados más gente nacía y moría, no había diferencia, no entendía por qué los demás no lo veían así.

Todos criticaban tan duro a la gente que se suicidaba. Algunos decían que era porque habían tomado la salida fácil de los problemas, entonces aquella era envidia, la envidia con la que se vivía, al no tener las agallas para tomar esa salida. Otros decían que eran unos cobardes, pero en definitiva yo no podía verlo así, ¿cómo se les podía llamar cobardes? Tenía que tenerse suficiente valor y coraje para morir por mano propia. Si la vida era el camino tortuoso para llegar al cielo, ¿qué tenía de malo tomar un atajo?, absolutamente nada, no desde mi perspectiva.

Di algunos giros toscos manteniendo la velocidad al límite, el motor rugía forzado ante mis caprichos.

Iba tan rápido que no me di cuenta que había agua en la calle. Cuando giré el volante, las llantas del carro chirriaron, otro auto que iba a toda velocidad se dirigía directo hacia mí, traté de frenar, pero el auto se barrió, apenas esquivé el impacto, el otro conductor estuvo a un pelo de golpearme...

Ámbar ¿Morir por ser perfecta?Where stories live. Discover now