Capítulo 3.A - Reunión del Inframundo

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[ 9 horas 1 minuto después de la luna ]

Una media voló por los aires hasta caer en el rostro de una mujer que descansaba en una hamaca. Su ceño no tardó en transformar su expresión en la de un oficinista los Lunes. Con pulso medido, se acercó hasta el río donde dos familias discutían.

- ¡Vete a otro lado a lavar tu ropa!

- ¡No, tú vete a otro lado! Estás ensuciando el agua y no hay manera de que limpiemos nuestra ropa con tu mugre.

- Reina Moon, dígale que es nuestro turno de lavar. - se dirigió a la mujer enfadada.

- ¡No, es el nuestro!

- ¡El nuestro!

- ¡Suficiente! - gritó Moon, parando en seco a ambas familias. - ¿Acaso no pueden organizarse por su cuenta?

- A decir verdad, no. Usted siempre ha cuidado de nosotros, reina Moon.

- Ya no ostento ese título, ahora solo soy Moon. - presionó su tabique con el pulgar e índice.

- Por favor, reina Moon. Haga algo, no podemos lavar nuestra ropa en paz.


Tras un pesado suspiro, Moon aceptó ayudarlos. Preparó un poco de equipaje en la yurta a lo que su esposo, River, intentó disuadirla de ir ya que se rumoreaba acerca de un fantasma rondando el castillo Butterfly. De todas formas, la vieja reina de Mewni se embarcó de regreso al lugar que una vez fue su reluciente hogar.

En el tiempo que esto transcurría, un portal volcánico se abrió en una dimensión no tan desconocida. Cuatro botas salieron de él, dos colorinches y dos oscuras. Las pequeñas criaturas, habitantes de aquella selva, se refugiaron en los árboles al ver a los intrusos y se quedaron allí, expectantes. Tras observar con cuidado, la muchacha de botas colorinches dijo unas palabras por lo bajo a su compañero, el demonio de botas oscuras. Las colmi-ardillas selváticas, vigilantes de los movimientos de aquellos dos, no movieron ni un músculo.

Los foráneos empezaron a moverse, profundo en la selva. Los ojos de las aves trasmágicas los siguieron desde lo alto de las nubes. Pudieron ver cómo la chica se cubrió en un remolino de magia brillante y cambió de forma, así como también su acompañante se cubrió de fuego y empezó a elevarse. Los petro-jaguares, camuflados entre los matorrales, siguieron de cerca a esos dos, aún desconocidos. Pero de un momento a otro ambos levantaron vuelo y ya no pudieron mantener el paso.

Entre la espesura de las ramas, hojas y lianas de la selva, varias siluetas oscuras se movieron al unísono tras comprobar la presencia del futuro heredero del Inframundo.

A lo lejos podía verse una estructura piramidal de piedra. En lo alto de ella, una figura paseaba los ojos por el horizonte. El sol estaba tocando la línea, adornado con algunas nubes encima de él. La sombra de la figura se extendía mucho más allá del piso en donde estaba parada; de la misma surgieron dos siluetas.

- Esta aquí. - dijo la primer silueta.

- El chico Lucitor llegó. - agregó la segunda.

-Bien, háganlo pasar.


De un momento a otro, las siluetas ya no estaban. La figura permaneció un momento más, disfrutando la vista del sol.

Los últimos rayos iluminaron la celda de un prisionero a través de la rendija. Los ojos de aquél hombre, agudos al momento oportuno, buscaban solo una cosa. Con una pequeña empuñadura reflejó los rayos de sol tal como había hecho antes, aunque ahora con algo distinto en mente.

- ¿Qué haces? - le preguntó un viejo de barba canosa, quien compartía la celda con él.

- Pronto lo sabrás, guarda silencio. - respondió el hombre.


El suelo de la celda estaba cubierto de heno, hierba derrruída y escombros del techo agrietado. Las barras que los mantenían cautivos eran de un hierro oscuro, grasiento al tacto y frente a ellas había un pasillo que conectaba con la salida de la prisión. El guardia se paseaba de punta a punta, sin soltar sus ojos de los reclusos. Sus llaves colgaban de un collar que llevaba atado en su mano izquierda mientras que con la derecha portaba una lanza un poco más alta que él, casi tocando el techo. El heno de las celdas estaba desparramado por todo el pabellón, los prisioneros allí estaban en condiciones precarias y el lugar apestaba a muerto.

- Chico, no pensarás en...

- Un poco más y...


Fuego. La chispa de fuego apareció.

El heno seco se encendió inmediatamente y cubrió todo el suelo de llamas. Cada celda temblaba por las sacudidas de quienes las albergaban.

- ¡Hey! ¡Por favor, alguien! ¡Sáquennos de aquí!

- ¡Auxilio! ¡Se incendia todo!

- Pero ¿qué diablos?


El guardia que vigilaba por el pasillo corrió enseguida a pedir refuerzos. Desde las celdas salían los brazos de los prisioneros, arañando el aire, como si intentaran alcanzar una llave o una mano tendida. Pero no había nada de eso. Solo les quedaba esperar. El fuego crecía segundo a segundo hasta que alcanzó parte de las paredes y el techo se cubrió de humo.

- No te conozco, pero esta es la peor estupidez que has hecho en tu vida, muchacho.

- Tengo el resto de mi vida para superarla. - pateó las barras de la celda, debilitadas por el fuego, y las derribó.

- Pero qué caraj... ¿cómo?

- Vámonos de aquí. - alzó al viejo sobre su espalda y echó a correr hacia la salida.


Al cruzar el umbral que daba fuera del pabellón, Marco se encontró frente a una docena de guardias con sus lanzas en posición hacia delante, formando una barrera. Detrás de él aún se podían escuchar los gritos de desesperación de los prisioneros.

- ¡Tienen que salvarlos! - rogó Marco.

- Mátenlo - ordenó el capitán del pelotón de guardias.

- Pues sí, superaste la estupidez, muchacho. - comentó el viejo, con expresión resignada.


Cuatro botas caminaron a lo largo de un salón, tan alto como tres pisos de la estructura piramidal a la que habían entrado. Columnas de 2 metros de diámetro adornaban los laterales, cada una separada de la siguiente por un buen trecho. La oscuridad reinaba gracias a la ausencia de ventanales o algún tipo de iluminación; de hecho, el lugar parecía más abandonado que otra cosa, más que nada por las grietas que se dibujaban en la piedra de cada superficie.

- Mi castillo de naipes aguantaría más que este lugar. - señaló la chica de botas coloridas, con el ceño fruncido.

- Se vendría abajo con solo soplar. - comentó el demonio de botas oscuras, con una sonrisa nerviosa.

- No querrás tirar abajo el pequeño templo de tu madrina, ¿o sí, Tommy? - se escuchó desde el final del salón. Allí podía verse a duras penas una figura sentada sobre un trono de piedra, con su cabeza descansando sobre su mano derecha.

- Oh, claro que no. - respondió Tom, sin pensar a quién le hablaba - Espera ¿qué?

- En ese caso, deja de respirar para mí.


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Luego de la LunaWhere stories live. Discover now