Uno

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Yo vivía en Buenos Aires con mi papá, que se llama Santiago

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Yo vivía en Buenos Aires con mi papá, que se llama Santiago. Mi mamá, Edith, estaba enferma de cáncer y se encontraba en el hospital cuando le diagnosticaron, como máximo, solo tres años más de vida. Ignoraba por completo que fallecería —que la perdería y nunca más la vería— ese mismo verano de mil novecientos sesenta.

Más allá de eso, no quiero entrar en detalles sobre todas esas cosas ya que no cuento con mucho tiempo. Tan solo dispongo de pocos días para recordar todo lo esencial que concierne a la historia misma; mucho peor aún que ello, necesito de una buena imaginación, para poder armarla de modo correcto para que, todo lo que me ha ocurrido, encaje a la perfección y no parezcan más que escenas con las más grandes de las incoherencias jamás antes escuchadas o leídas. Lo necesito hacer así, para que todo surja del modo más natural posible como, de hecho, me ha ocurrido en realidad. Pero, aun así, tengo que narrar lo sucedido durante aquel año, en realidad, todas las cosas que han acontecido durante esa etapa de mi vida. Pues, un hecho en particular, fue lo que comenzó a desencadenar todo lo que sucedió a partir de un momento triste y desgraciado de mi vida: La muerte de mi mascota —de mi fiel compañero—, de mi perro, que se llamaba Rocco.

Yo tenía diez años, casi once. En esa época, asistía a la primaria "General Juan José" y, todos los días, los "matones" (como solía llamarlos en alusión a todas las cosas que leía, y que eran traducidas en Barcelona, en su mayoría) se metían conmigo. Al principio no eran más que insultos pero, a medida que comenzaron a transcurrir los días y las semanas, empezaron a golpearme sin sentido. Solo parecían hacerlo por diversión o porque gozaban de verme como si me diera por vencido, como si hiciera alguna especie de gesto entristecido que les daba deseos de seguir provocándomelos, como si quisieran hacerme más daño, si se quiere. Todo había sido muy molesto e irritante, sí; pero, durante un buen mediodía, cuando salíamos ya del colegio —aunque, en realidad, yo me había atrasado durante unos quince o veinte minutos ya que tuve que devolver unos libros que había sacado prestados de la librería—, me dijeron algo que me sacó de quicio, una cosa que me volvió loco de verdad. Fue algo como, nunca antes, había sido capaz de experimentar en mi vida; como si fuera una ira creciente, me dieron unas tremendas ganas de vengarme de todos ellos al fin, de sorprenderlos y de partirles yo mismo la cara, de ver cómo se desangraban —y me avergüenzo como no tienen ni idea de escribir esto— sin dejar de golpearlos hasta que agonizaran y llegara el momento de su muerte, con una gran sonrisa de satisfacción dibujada sobre mi rostro de lado a lado, como si se tratara de un dibujo hecho con un lápiz largo, negro y sombrío, por un niño desquiciado por completo, con un cuchillo ensangrentado entre sus manos.

Clarence Smith, que era un extranjero proveniente de Inglaterra, pero que hablaba un español de maravillas, me había visto, apoyado contra el paredón de ladrillos que se encontraba frente a la escuela. Me hubiera encantado que, por alguna especie de magia, no se le entendiera nada de lo que hablaba, en absoluto.

Llevaba sus libros y sus carpetas, que siempre estaban repletas de tareas inconclusas y dibujos tan idiotas como él mismo, si es que aquello era posible. Se dirigió hacia mí, gritando, mientras esbozó una de sus malditas sonrisas, a la par que se iba acercando en dirección hacia la escalera principal que yo iba bajando con lentitud, rogando para que me dejara en paz. Estaba atento, para ver con qué insulto me saldría en aquella ocasión. Un "hijo de puta", "un chupa vergas", lo que sea, la verdad era que —a esas alturas— ya nada me sorprendería proviniendo de él, ni siquiera, lo hubiera hecho si me hubiera dicho que deseaba darme una paliza hasta el cansancio, pues ya conocía hasta dónde era capaz de llegar.

—Hey, Roly, ¡ojalá que tu padre también tenga cáncer! —espetó al aire, con una voz terrible y grave como jamás me hubiera imaginado—, ¿me escuchaste, nene pelotudo?

—Tu padre, sí —acotó Leandro Sánchez, quién comenzó a reír como un verdadero idiota, como si fuera un retrasado y como siempre solía hacerlo cuando Clarence decía alguna idiotez, como en esas ocasiones en las que se pasaba de hijo de puta y terminaba diciendo aquellas barbaridades tan crueles, como lo era su propia existencia—, san muerto, ¿no?

Luego de unos segundos, sus ojos se agrandaron y pareció como si fueran a salirse de sus cuencas. Era como si hubiera descubierto la verdad absoluta del universo, e hizo un gesto como si hubiera hallado algo que estuvo buscando por todos los rincones de su atrofiada mente. Para ser exactos, parecía ser algo que estuviera dormido en lo más profundo de sus recuerdos.

—Y espero que también le suceda lo mismo al perro de mierda ese que tenés —añadió, con un deje de superioridad. Su voz pareció muy firme y, como si le diera pie a otro más de ellos, que aún estuviera aguardando su momento de hablar, prosiguió luego de titubear durante dos o tres segundos más, dejando que el otro, que estaba parado bajo la sombra de un palo borracho, respondiera aquella cuestión—: ¿cómo es que se llamaba?

—Se llama ¡Rocco! —Gastón Bermúdez interrumpió a Leandro y prorrumpió en una serie de carcajadas, como si aquello fuera lo más gracioso del mundo.

Dio unos pasos hacia adelante, mostrando su panza de gordo grasiento, el típico que a su edad ya parece una pobre excusa de lechón, a la par que espetó un fuerte eructo y gritaba con una voz de mierda, como si lo hiciera para sus adentros, como si quisiera hablar consigo mismo, agravando la voz de una manera increíble.

—Ay, sí, se llama Rocco —comentó Clarence, quien se adelantó a los otros dos. Podían apreciarse, con una mayor claridad, aquellos ojos medio grises, medio celestes, pero por intimidantes por completo. Llevaba un par de vaqueros desgastados y, el negro pelo que caía en buena parte de su rostro, parecía otorgarle ese aspecto de chico rudo. No era más que una pobre e ilusa imitación de "gánster" americano, de mafioso si se quiere, aunque de ello pudiera morirse de hambre, lugar a dudas. —, hay que...

—¡No se metan con mi familia! —dije yo, de forma seria y firme, sin tener miedo de las terribles consecuencias que podían implicar mis palabras. Grité como nunca antes en mi vida lo había hecho y, considerando que ellos tenían más o menos cinco años más que yo, pude percibir que se asustaron un poco por mis dichos.

Tenían miedo y los ojos de los tres, no podían ocultarlo. De alguna u otra manera, supongo que pudieron ver algo más allí, quizá, una cosa que dormía placenteramente, a la que no les convenía que se despertara, pues, aquello mismo sería su perdición. Pero aun así, Clarence —que vestía una remera negra bastante desgastada en la que, a penas, sí podía llegar a leerse "Rock N Roll" y que, probablemente, era mucho más vieja que él mismo—, alzó una cadena de acero en alto (esa, con la que pretendía dar el aspecto de un verdadero pandillero rudo y rebelde), que llevaba siempre pegada contra sus vaqueros, como si aquello le diera un poder más allá de lo increíble, como si lo hiciera un chico más que rudo, fuerte y poderoso. Yo ni me inmuté ante aquel gesto de amenaza y, durante unos segundos, proseguí con la mía. Estaba sacado como nunca; de hecho, me ha costado bastante el poder recordar lo sucedido durante ese preciso momento, tanto por mi ira y por lo que, poco después, aconteció en aquel lugar. Siempre tuve la impresión de que, durante ese tiempo, yo no estuve en realidad presente en aquel lugar. Tal fue el grado de mi enojo que siempre sospeché que yo hubiera estado a miles de kilómetros de distancia, como si hubiera tenido la habilidad de irme de allí con el uso —consciente o inconsciente— de mi mente.

—Y mucho menos les voy a permitir que se metan con mi perro, ¡hijos de una gran puta! —Los tantos años de frustración, de humillación, que se encontraban dentro de mí, lo habían inflado durante tanto tiempo que ya fue hora para que se pinchara, de algún modo, y se desinflara en un gran ataque de rabia, casi incontrolable.

Loki (Wattys 2020 Horror)Where stories live. Discover now