Veintinueve

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Fue así, también, que llegó el día anterior a nuestra mudanza

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Fue así, también, que llegó el día anterior a nuestra mudanza. Ya habíamos trasladado —a nuestro futuro y último hogar— casa casi todos nuestros muebles, a excepción de, por ejemplo, el cochecito de Ceci, la mesa, las sillas donde comíamos y el escritorio donde yo me pasé ese último mes, escribiendo y corrigiendo los últimos exámenes de mis alumnos de la universidad de Buenos Aires; pude llegar al arreglo de seguir trabajando en la universidad hasta la última semana que permanecimos allí que, por cierto, resultó ser a fines de los parciales del primer cuatrimestre. También, ese mismo día, nos despidieron nuestros amigos, así como había hecho lo propio mi padre; había sido idea de Karen la de invitarlo para que conociera, junto a nosotros, nuestra futura casa, que conoceríamos el día de mañana. La idea me pareció excelente y me agradó de inmediato. Realizamos una reunión en la casa de Aldy, Doro y Richie; una despedida con un gran —y exquisito— asado.

Asistieron muchos amigos del vecindario, solo unos pocos habían estado ausentes, por asuntos personales; Juan Ibáñez, a quién se le casaba su hija, tuvo que viajar a España. Claro que no todos nuestros amigos rondaban nuestras edades, en el caso de Juan tenía unos cincuenta años. Por otro lado, Cristina O'Connor, quien era Argentina, pero de padres del extranjero —su padre era de Inglaterra y su madre de Estados Unidos—, había tenido que asistir a un entierro; lo cierto es que no recuerdo de quien se trataba, aunque Karen dice que era el funeral de la tía que la había criado desde que ella tenía cinco años, cuando sus padres habían fallecido en un accidente aéreo y que había viajado hasta Argentina para que cuidaran de ella. Claro que ellos, que no habían podido acudir al almuerzo aquel día, nos habían despedido antes. Juan lo hizo el día anterior y Cristina nos había despedido esa misma mañana, después de enterarse de lo que le había. Así mismo, ambos nos obsequiaron algo.

Entre los invitados que habían podido ir, estábamos mi familia y yo —incluyendo a mi papá— y también se encontraban Aldy, Doro y Richie, claro. También se encontraban presentes algunos profesores —y compañeros— de la universidad, que eran amigos de nosotros cuatro. Más que nada míos, de mi mujer y de Richie, algunas amigas de Karen charlaban entre ellas y contaban los últimos chismes, algunas otras de Aldy degustaban la comida y bromeaban, al juzgar por sus expresiones y risas entre dientes. También estaban amigos del barrio, como era el caso de Roberto, mi gran amigo veterinario.

Yo conocía a casi todos ellos, excepto tal vez a novios o novias, si es que eso eran, de los invitados o algunos sobrinos u otros parientes, como había sido el caso de Ámbar Bolívar y José Molina, que habían ido acompañados. Eran alrededor de cinco o seis personas que yo no conocía y Karen tampoco sabía. Aunque fue ella quien me había comentado que el niño, que debía rondar los cinco años de edad, era sobrino de José, por parte de su hermana Selena y que el muchacho, que había acompañado a Ámbar, era su primo, que —si mal no recuerdo— rondaba la veintena.

Los invitados que pudieron asistir, nos obsequiaron muchas cosas, así como los que no habían podido hacerlo. A estas alturas ya ni nos acordamos quién nos había obsequiado qué cosa, que fueron desde remeras, zapatillas —por lo general cosas para Ceci—, sonajeros y juguetes, hasta un electrodoméstico —un lavarropas—, que era el único regalo que recordábamos ya que ese había sido de parte de mi papá. También recuerdo algunas cosas que nos obsequiaron para Capitán y ese detalle me encantó, el pobre se merecía todo.

Al día siguiente, nos levantamos a las siete de la mañana, con el objeto de organizar todo para cuando llegaran los muchachos de la mudanza y que se llevaría a cabo a las nueve y media. Mi padre, a quién había invitado para que conociera nuestra casa, también nos ayudó a organizar nuestras cosas. Hacia las ocho y cuarenta y cinco, empezamos a desayunar —solo comimos unas galletas saladas, con un poco de manteca y Karen preparó mate cocido para todos. Ceci, por su parte, ya había protestado hacía un rato para que su mamá la alimentara y dormía —de forma satisfecha y placentera— entre sus brazos. Capitán, por otro lado, había comido algo de carne con arroz y descansaba bajo la sombra de la mesa del comedor.

Los de mudanzas, que habíamos contratado, llegaron cinco minutos antes de lo que habíamos acordado, pero nosotros ya estábamos organizados y preparados. Por esta sencilla razón, no nos tomaron por sorpresa, ni mucho menos. En cuanto llegaron, les informamos qué tenían que subir y les dimos indicaciones para que algunas cajas, que poseían objetos algo delicados, para que las colocaran de tal o cual forma.

Solo un par de cosas, como jarrones, floreros —que eran más delicados— o como la lamparita que yo utilizaba en mi escritorio, que usaba cuando escribía algún cuento —y con la que solía revisar informes, exámenes o con la que, incluso, corregía trabajos de la universidad—, los trasladaríamos a nuestra nueva vivienda con nosotros, en el Chevy, donde viajábamos todos.

Ni bien salimos de nuestra —ya antigua— casa —que habíamos conseguido vender y entregado las llaves ese mismo día, antes de irnos en el coche—, atravesamos, luego de unos pocos metros recorridos, esa especie de gran pirámide blanca con punta, que marca el origen de los kilómetros y direcciones desde Buenos Aires a distintos puntos del país.

El tráfico ese día, fue bastante pesado y, para colmo de males, ocurrió un engorroso accidente a mitad del recorrido. Llegamos a nuestro destino, es decir, a la ciudad de Rosario, luego de tres horas y cuarto. Tan solo quince minutos más tarde, a eso de la una y media del mediodía, de un día sábado bastante fresco y peculiar, arribamos a nuestro nuevo hogar. Este presentaba unas dimensiones mucho más grandes del que habíamos dejado atrás, a algo más de doscientos ochenta o trescientos kilómetros de distancia.

Loki (Wattys 2020 Horror)Where stories live. Discover now