Dieciséis

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El día en que nuestra Ceci nació, yo estaba trabajando en un libro, uno que luego titulé "El Jardín de los mimos", uno de mis cuentos que más éxito tuvo, después de "Un dragón en Argentina"

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El día en que nuestra Ceci nació, yo estaba trabajando en un libro, uno que luego titulé "El Jardín de los mimos", uno de mis cuentos que más éxito tuvo, después de "Un dragón en Argentina".

Eran las 6 de la tarde, yo estaba en casa escribiendo la novela corta y repasando —con algo de rapidez— lo que había escrito hasta el momento; por cierto que, cinco meses más tarde, estaría ya en los estantes de los negocios del centro de la ciudad y, si tenía un poco más de suerte, se publicaría en distintas partes del país o del mundo. Entonces el teléfono de mi casa hizo acto de apreciación; yo, en ese momento, había ido a la cocina en busca de un vaso de agua, pensando en muchos detalles del cuento, acerca de los personajes, fechas, nombres de los capítulos y demás asuntos que puede contener cualquier tipo de obra que se considere. El repentino, desconcertante e irritante ruido del "ring" me sobresaltó de repente, logrando arrancándome los pensamientos de un tirón, como si me hubieran arrojado, a propósito, un —o varios a la vez— balde de agua fría, me llegué a sentir del mismo modo a como se debería sentir cualquier pobre animalito que es pillado desprevenido por una perrera y que se queda inmóvil —y asustado—, sin saber la manera exacta con la que debería reaccionar, simplemente esperando —y sin poder hacer nada al respecto— a que lo apartaran del "mundo" que él ya había aceptado, de todas las cosas que lo rodeaban y de las cosas con las que tanto se había estado encariñando durante el tiempo que allí había permanecido.

Miré en todas direcciones, algo asustado, creyendo que me encontraría con alguien allí mismo, una persona o "algo" que hubiera entrado en la casa mientras yo estaba concentrado como siempre que me dedicaba a escribir —inmerso en mi interminable mundo de ideas y de ilusiones—, en la sala de estudio con la máquina de escribir Royal de 1930, que había heredado de mi madre y que, a su vez, ella había hecho lo propio de su abuelo. En cierto modo, me había sentido apenado y desilusionado, no porque no me hubiera encontrado con nada de lo que había pensado, sino que —por el contrario— me había avergonzado la manera con la que me había asustado, de hecho, a pesar de que, por fortuna, no había habido nadie que me hubiera podido ver, de alguna u otra manera, me había sentido vigilado y observado, como si miles de ojos o, acaso, uno solo y más que temible, hubiera estado viendo todas las tonterías que hacía, todo el terror que recorría mi cuerpo, esperando para poder saltar sobre mi pescuezo y retorcerlo de forma agónica, como si fuera un débil palillo de madera. En ese escenario de locura, luego, se adueñaría de mi cuerpo y comenzaría a realizar un verdadero y único espectáculo de caos, muerte y destrucción; el fuego comenzaría a azotar a todos y los muertos estarían calcinados y ennegrecidos, con marcas verdosas, grandes y grotescas de vómito seco. Todo un escalofrío indescriptible recorrió mi cuerpo y el sudor comenzaba a brotar, como si me estuviera derritiendo, como si fuera manteca en una tostada caliente, pues, el mundo a mi alrededor quedaría inmerso en manos de la suma desolación, un mundo desierto, un gran cementerio de cadáveres sin ningún tipo de salvación, con ello llegaría la era del apocalipsis y el fin de todos los tiempos, la condenación eterna. Por fortuna, siempre eran cosas que mi mente imaginaba —como toda buena cabeza de escritor loco— y aquella desagradable sensación del fin de todo, tal y como lo concebían miles de personas, duró solo unos segundos y se desvaneció por completo ante mis estupefactos ojos, ante toda mi percepción, como si nunca hubiera existido en mi mente, como si hubiera sido alguien que lo hubiera proyectado desde lo más profundo de mí, como si se tratara de una terrible película del estilo del fin del mundo. Ni siquiera, tenía un leve rastro de piel de gallina sobre mi cuerpo, ni una mísera gota de sudor; lo había imaginado todo —sin excepción alguna— y no sabía si reír o llorar. El miedo que me había acosado, fue muy irracional y me percaté, bastante dolorido de por sí, de que fue casi idéntico al que me había acechado, hacía tantos años atrás, cuando Rocco había muerto y cuando había descubierto que había sido asesinado. De alguna u otra terrible manera, mis fantasmas del pasado habían regresado al presente, habían conseguido alcanzarme en el tiempo, solo con el simple afán de decirme "hola", solamente para darme a entender que aún, después de todos los años transcurridos, seguían negándose a morir dentro de los más profundo de mis memorias, dentro de los más aterrado de mi ser; permanecían allí para demostrarme que todavía seguía siendo bastante débil como antes y que nunca podría recuperar el control por completo. Intentaban decirme, también, que permanecían allí ocultos para joderme la vida, para decirme que podían salir a flote cuando ellos lo quisieran, solo para darme uno de los más grandes sustos de mi vida, para demostrar que yo aún seguía siendo un miedoso y que seguía siendo un don nadie. Y lo más grave del asunto, era que me percaté de que jamás podría ser capaz de desembarazarme de ellos; llegarían a la tumba junto a mi lado y nunca lograría alejar los terrores de mí.    

Loki (Wattys 2020 Horror)Where stories live. Discover now