Diecinueve

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El hospital distaba diez cuadras de mi casa y llegué en alrededor de quince minutos, en parte porque no quería conducir demasiado rápido, no quería sufrir algún accidente o que la policía me detuviera por excederme solo un poco del máximo permitid...

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El hospital distaba diez cuadras de mi casa y llegué en alrededor de quince minutos, en parte porque no quería conducir demasiado rápido, no quería sufrir algún accidente o que la policía me detuviera por excederme solo un poco del máximo permitido —o por cruzar accidentalmente cuando un semáforo estuviera en rojo— y, por otro lado, por el hecho de que estaba muy contento y sumido en mis pensamientos como para reaccionar bien ante cualquier imprevisto a una velocidad superior a los treinta kilómetros por hora. Digamos que, en cierto sentido, me encontraba cegado por muchos sentimientos distintos —pero alegres—, mezclados, claro está, con un poco de miedo y nerviosismo, que son más que comprensibles en una situación de ese estilo. Sin embargo era un día con poco tráfico, ya que se trataba de un miércoles y ya era más de la "mitad de la semana" y, a esas alturas, era seguro que la mayoría de la gente se encontrara yendo desde el trabajo hacia sus casas, excepto por quienes trabajaban durante las noches o las madrugadas o que, por alguna que otra razón, cambiaban continuamente de turno pero, a pesar de todo ello, yo solía pensar que ese día de la semana era siempre aquel durante el cual, la gente, solía terminarlo con mucho más cansancio y estrés que el resto, más allá de la fama que tenían los lunes.

Muy distinto resultaría ser el día en el que, por fin, volviéramos los tres juntos a casa; al menos eso suponía. Todas las calles estarían congestionadas a cuatro manos, era casi cantado que, algún pobre infeliz, chocaría con otro, mientras eso no le pasara a uno mismo o a los seres que más quiere. Esos quince minutos que me tomó la ida serían, de manera más que segura, el cuádruple de aquel tiempo durante la vuelta, con bastante facilidad.

Faltaba solo una cuadra, cuando pude vislumbrar —y distinguir— el imponente edificio al que me dirigía y que resaltaba de los otros como si fuera un coloso enorme, como si se tratara de un gigante titán que se erguía junto a un simple mortal, junto a un ínfimo humano y al que lo hacía ver como si fuera un insignificante granito de arena, que se encontraba solo y aislado en una gran y extensa playa. Su no menos imponente entrada, refulgía bajo los destellos anaranjados de un sol que se reflejaban sobre los vidrios de los pisos superiores de una majestuosa manera y que, poco a poco, comenzaban a dejar de existir de manera lenta pero segura y le empezaba a ceder su espacio a la incierta oscuridad, que sería iluminada por su bella amante, la luna, de la cual no tardaría en enamorarse por completo, pero a la que nunca podría alcanzar ni luego de un millón de años. Siempre tendrían que conformarse con verse, con sentirse, a la distancia como si fueran dos entes desgraciados que hubieran sido maldecidos y que siempre sentirían una imposible atracción por el otro aunque supieran —mejor que nadie— que todo lo que sentían era algo que no solo jamás podrían concretar en absoluto sino que, por esas estúpidas reglas de la naturaleza —o de quién sabe qué—, tenían —o al menos que parecían tenerlo— prohibido. Un semáforo cambió del color de la esperanza al color de la sangre y yo, tal vez, lo maldije; de hecho, me encontraba bastante más que contento como para recordarlo, pero aún sí recuerdo esos treinta segundos —¿o fueron veinte, quizá?— más largos de mi existencia y, entonces, no había podido estar más de acuerdo con la teoría de la relatividad.

Loki (Wattys 2020 Horror)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora