3. El fuego gentil

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El amo te llama le dijo el viejo Moris a Ítalos luego de agitarlo para que despierte. El niño se frotó la cara con ambas manos y siguió al anciano como quien sigue a un verdugo hacia su patíbulo.

La casa de Ureber era amplia, tenía muchos cuartos y hasta una segunda planta, el niño tuvo la sospecha de que se encontraba en el hogar de un noble, aunque un noble muy huraño y poco ostentoso. Parecía que aunque hubiera días soleados las inmediaciones del edificio siempre estaban sumergidas en las tinieblas, acumulando cada vez más telarañas.

Para los ojos de Ítalos, para ser una casa muy grande, era demasiado silenciosa. De hecho, sólo vivían allí Ureber y el anciano malhumorado Moris, que hacía las veces de mayordomo. La única habitación que era en verdad habitada era el taller de Ureber. Allí el brujo se pasaba día y noche haciendo experimentos desconocidos para Ítalos. Él nunca se atrevía a interrumpirlo a menos que quisiera recibir golpes. Sólo sabía que Ureber hacía cosas misteriosas, cosas mágicas suponía y que a menudo fallaba, y eso último lo podía intuir por los gritos de frustración de Ureber que se escuchaban hasta el establo.

Ítalos se había sentido a salvo por esos días, pero el rutinario pan no era suficiente para sentirse seguro. Sabía que de un momento a otro, de la misma manera en que había sido acogido, podía ser echado a patadas, sobre todo si ello dependía de alguien tan enigmático y despectivo como aquel hechicero.

Moris abrió la puerta del taller y esta rechinó como si le doliera a la madera. Ítalos se estremeció cuando el viejo le hizo una seña para que entrara y lo dejó allí, solo con el brujo.

Era la primera vez que Ítalos entraba en el estudio de Ureber, era más o menos como se lo había imaginado. Había una cantidad indecible de frascos con líquidos de distintos colores que prácticamente tapizaban las paredes. Una única ventana enmohecida apenas dejaba que se colara la luz, un escritorio sepultado en un cerro de libros y papeles, otro con instrumentos extraños de metal y de vidrio; y otro más limpio donde estaba sentado Ureber, escribiendo como un maniaco. Apenas le echó una mirada a Ítalos que se quedó plantado en frente del brujo.

—Acércate, muchacho —ordenó sin dejar de garabatear, Ítalos dudo por un momento pero obedeció. Ureber dejó por fin la pluma, colocó en medio del escritorio un mechero de vidrio sucio y lo encendió. Ítalos contempló la llama azul que se hizo cada vez más alta y grande, a medida que Ureber la regulaba.

—Dame tu mano —volvió a ordenar el viejo, esta vez Ítalos no reaccionó. Miró al brujo con cierta ansiedad pero Ureber era impaciente y antes de que Ítalos pudiera alejarse, tomó su muñeca y de un jalón, forzó su mano sobre el fuego.

Ítalos cerró los ojos y ahogó un grito, pero lo que esperaba que viniera no vino. No hubo dolor, sólo una sensación de calidez en la palma de su mano. Cuando se animó a mirar, vio cómo la llama le lamía la piel, casi con gentileza y se escurría por sus dedos sin quemarlo.

—Interesante —musitó Ureber con una sonrisa desagradable y soltó la mano de Ítalos. Él se palpó inmediatamente la piel en la zona que debería estar quemada. —¿No sabías que eres resistente al fuego?

—No.

—¿Tus padres lo eran?

—No lo sé. No los conocí —respondió casi con vergüenza.

Ureber pareció molestarse y garabateó algo en su libro.

—Emmm señor... —murmuró Ítalos pero Ureber lo ignoró y siguió escribiendo—. ¿Por qué no puedo quemarme?

—Vete.

Y no necesitó que lo repitiera otra vez. Ítalos se marchó casi trotando con una serie de preguntas formándose en su cabeza, entre ellas si es que Ureber lo echaría ese día una vez que ya pudo satisfacer su curiosidad. Al menos sí tuvo una respuesta sobre eso al respecto, pues en la noche Moris apareció con ropas nuevas para él, un plato de leche, carne y patatas cocidas y la noticia de que ya no dormiría en el establo sino en uno de los cuartos de huéspedes.

Aquello no podía ser malo, pensó Ítalos. Pero también otra certeza se asomó en su mente: el hechicero sabía algo sobre él que él mismo desconocía.

SOMNUSWhere stories live. Discover now