18. El devenir de esa noche

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La velocidad con la que corrió Ítalos hizo que tuviera una sensación de ingravidez. En unos segundos pudo detectar la figura de Emiria alejándose en la calle desierta y casi al instante, estaba asiéndola del brazo. Ella intentó empujarlo pero él la espoleó hacia el callejón más próximo, un agujero entre dos muros carcomidos por la suciedad. Ítalos se sorprendió de lo brusco que había sido y se alejó de ella, cerciorándose de cerrarle el paso en caso de que intentara huir otra vez.

—¡¿Eso es lo que has estado haciendo todas las noches?! —bramó Emiria, los puños cerrados como si fuera a golpearlo—. ¡¿Estás demente?! ¡¿Cómo has podido?!

—No se lo digas a lo demás. —A pesar de su sobresalto, Ítalos procuró sonar calmado. —Por favor. Aún no.

—¿Aún? —Emiria dejó caer su mandíbula como si las palabras se hubiesen ido de su boca.

—Llegado el momento, yo mismo les diré...

—¿Has olvidado quiénes somos? ¿Quién eres? Si me dices ahora que no volverás a verla, olvidaré lo que he visto.

—No puedo hacerlo. No puedo.

—¿Te estás tomando en serio esta locura?

—No lo entiendes.

—¿Qué no lo entiendo? —Emiria pareció algo ofendida al decirlo. —De todos, yo soy la que más puede entenderlo. Tantos años en este estado trastocan la mente. Pero es todo una ilusión. Todo es falso.

—Eso no es cierto.

—Ítalos ¿Por qué nos traicionas así? ¿Por qué una de ellos?

—No es traición. Mi lealtad está con ustedes, estará siempre con ustedes.

Ítalos entendió que Emiria no podría comprenderlo ni aceptarlo. Y en realidad, no era necesario que lo hiciera, sólo tenía que saber una sola cosa para poder convencerla. Los ojos de Emiria perforaban a Ítalos con recriminación y cólera.

—Escúchame —dijo, sereno—. Jamás traicionaría a nuestros hermanos o a ti. He dedicado más de cien años a nuestra causa, estos últimos tres años los he buscado por todo el reino ¿Cómo podría simplemente darles la espalda? ¿Acaso te di la espalda a ti alguna vez?

El gesto de Emiria pareció congelarse. Ítalos supo que ella estaba evocando el momento en que él la había encontrado hacía un año. No era más que una chiquilla sucia y desvalida que se ganaba la vida vendiendo pan. Le había hecho recordar tanto a él mismo cuando vivía supeditado a Ureber.

Él pudo reconocerla, pudo percibir la esencia del fuego en ella y permaneció cerca para ganarse su confianza de forma genuina. Luego pagó la deuda que ella tenía y poco después le devolvió sus recuerdos.

Emiria siempre había sido su aliada en el tiempo en que los dragones aún podían volar libres por el mundo, pero luego de aquella experiencia, ella se convirtió en su más leal seguidora. Más que eso, era su amiga, o al menos, eso le gustaba pensar a Ítalos. La amistad entre dragones era un tema extraño, siempre se hablaba de alianzas. Pero ahora a ellos ya no los cubrían escamas sino piel humana.

—No se lo digas a nadie, por favor —finalizó él ante su silencio. Emiria arrugó sus labios, su entrecejo aún temblaba pero había abandonado la postura que delataba la intención de escapar. Lo cual debía ser algo bueno.

—No diré nada —dijo por fin pero antes de que Ítalos soltara un suspiro de alivio agregó:

—¿Vas a seguir viéndola?

Había una evidente reprobación en la expresión de Emiria, no obstante, Ítalos sabía que sería peor si es que le mentía así que simplemente asintió con un ademán ligero y ella resopló.

—¿Por qué ella? —inquirió de repente con un tono quejoso, casi suplicante. Ítalos no supo que responder ni entendió a qué venía la pregunta. —¿Acaso es una de esas calenturas que sienten los hombres?

A Ítalos se le cayó la mirada casi al instante y empezó a sentir sus orejas arder. El poseer una ruma interesante de recuerdos no lo hacía inmune al pudor. Él vivía ahora como un ser humano, y como tal, había aprendido a avergonzarse. Y el bochorno no era algo que se superaba con el tiempo, mucho menos si es que la insinuación era con relación a Zuzum.

—N... no. No es eso —balbuceó, azorado.

Emiria ya no estaba alterada pero una profunda consternación marcaba su semblante. Y cuando Ítalos le agradeció por guardarle el secreto, por un instante, pensó que ella rompería a llorar.

Ninguno de los dos dijo palabra de regreso a la posada. Los pensamientos de Ítalos se centraban en lo que le diría a Zuzum al día siguiente para explicar aquel altercado pero su preocupación se desvaneció casi automáticamente cuando observó todas las luces de la casa encendidas. Emiria y él intercambiaron una mirada.

—¿Dónde han estado? —les reprendió con una nota de inquietud uno de sus hermanos. Ítalos supo de inmediato que aquel no era un desvelo común, todos los que habitaban en la posada estaban fuera de sus camas con una expresión de ansiedad marcada en sus rostros.

—¿Qué sucede?

Todos se miraron como si hubiesen esperado que Ítalos supiera lo que estaba ocurriendo, y fue una de sus hermanas más ancianas quien respondió.

—Han capturado a uno de los nuestros —explicó—. Es un dragón que está ocupando el cuerpo de un joven; está desmemoriado. Se dieron cuenta que no puede quemarse, la noticia nos ha llegado hace una hora.

Ítalos guardó silencio, estupefacto. Aquel era el peor de los sucesos, si querían mantener su anonimato era imperativo que no hubiera dragones prisioneros. Por un breve instante lo asaltó un sentimiento de culpa. Aquello había sucedido hacía poco, y él había estado ese tiempo con Zuzum.

—Ignifer —musitó de pronto al darse cuenta de que no lo había escuchado hablar—. ¿Dónde está?

—Se marchó con un grupo para tratar de solucionar esto.

Antes de que Ítalos pudiera hacer otra pregunta o manifestar su desacuerdo ante tal decisión, se escuchó una explosión que irrumpió en la apacible calma de la noche de la ciudad. Todos en la habitación se volvieron hacia la ventana.

Desde las alturas se hubiera podido apreciar cómo en la quietud azul de las calles, casas y edificios, aparecía un punto naranja. Unas llamas salvajes se hicieron paso para crecer; Ítalos miró atónito cómo una columna de humo negro, un humo familiar, se abría camino hacia el cielo sin luna de la noche.



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