12. El sueño perdido

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Un hombre de cabellos negros despertó súbitamente. Su cara estaba presionada contra el suelo de piedra, inclinándose por un punzante dolor en la nuca. Con sus manos temblorosas, se incorporó sólo para encontrarse con la figura inescrutable de un muchacho de cabellos rojos que lo contemplaba, erguido en frente de él. Había algo extraño con este joven, no parecía superar los diecisiete o dieciséis años pero por alguna razón inspiraba un carácter dominante y peligroso. Un par de siluetas se movieron detrás de él como si esperaran órdenes.

—¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —inquirió débilmente el hombre desde el suelo.

El muchacho pelirrojo no respondió, tenía las manos cruzadas detrás de la espalda e hizo un gesto mínimo con la cabeza a quien estaba a su costado. De repente, la habitación se inundó de un calor abrasador. El fuego se extendió formando un círculo rodeando al hombre mientras él lanzaba incesantes gritos de terror, un jeroglífico indescifrable se dibujó a sus pies y el joven pelirrojo pronunció en un susurro unas palabras ininteligibles que parecieron alterar de manera sobrenatural aquellas llamas.

Momentos después, la sala volvió a la normalidad. El fuego se esfumó como si obedeciera a una petición silenciosa, dejando en el piso unas marcas oscuras de las formas que se habían dibujado en él. El hombre, no obstante, jadeaba y sudaba incontrolablemente en el piso. El joven de cabellos rojos y sus acompañantes sólo observaron, estáticos.

Finalmente, él levantó la mirada y algo en sus ojos había cambiado. Algo en él había cambiado para siempre.

—Bienvenido de vuelta, Ignifer —emitió el muchacho haciendo un amago de sonrisa y le tendió la mano cordialmente—. Seguro que me recuerdas, soy Ítalos.

—Ítalos —repitió Ignifer y aceptó su ayuda para incorporarse—. Mis recuerdos... ¿cómo los recuperaste?

—Hay mucho que contar.

Habían transcurrido tres años desde aquel incidente, el cual que era ampliamente conocido en el reino de Meriot. Gulear, el pueblo ceniciento, como se le comenzó a llamar, había sido prácticamente destruido y la mayoría de sus habitantes había tenido que abandonarlo y buscar suerte en otros parajes, si es que no había perecido en aquel acontecimiento.

En los años que siguieron, aquel suceso fue simplemente llamado como la Noche de las cenizas. Nunca antes un poblado entero había sido arrasado de una manera tan determinante por un incendio descontrolado, muchos decían que el fuego parecía tener vida propia, otros, que había sido producto de un experimento de hechicería mal ejecutado. Nadie realmente sospechaba el verdadero significado de aquel evento.

Tres años habían bastado para que Ítalos pudiera encontrar a muchos de sus anteriores hermanos y, con alguna suerte, había dado con uno que otro que había estado viviendo como él: encerrado en la mente de un humano.

Ahora las cosas eran distintas e Ítalos lo sabía muy bien, ahora contaban con algunos de los secretos de la magia humana a su favor y ya nada podría controlarlos. Aquella magia que habían utilizado contra él para privarlo de su voluntad, ahora ya no era su advenediza, pues le había ayudado a inmunizarse del control humano. Cada vez que hallaba a uno de los suyos, repetía ese experimento con ellos. En esos tres años había perfeccionado el encantamiento que a él lo había liberado del control y había refrescado sus recuerdos de otra vida. La magia ahora estaba a su favor.

No obstante, sabía también que tenía que actuar rápido y con cautela. Pues desde la Noche de las cenizas, había sólo una persona que se le podía poner en frente y desbaratar todo por lo que los dragones habían arriesgado tanto. Ureber ya no existía más e Ítalos se alegraba infinitamente por eso, pero quedaba alguien con una capacidad peligrosa para la magia y a quién Ítalos había llegado a ver una sola vez: el hechicero de la corte del rey, el famoso sabio Dalim.

Ítalos sabía que este anciano tal vez había sido uno de los pocos que había notado que el incendio de Gulear había sido provocado por una fuerza mayor a la magia humana. Sabía que alguna sospecha debió haberle suscitado y que había llevado esas preocupaciones al rey. Pues poco tiempo después de aquella tragedia se decretó que cualquier manifestación extraña o indicio sospechoso de magia que tuviera que ver con fuego estaba terminantemente prohibida y debía ser reportado de inmediato. Eso sólo demostraba que aquel hechicero era también su enemigo, y sólo conseguía entorpecer más la labor de Ítalos por salvar a su gente.

En verdad, no le sorprendía. Los brujos eran todos iguales, sólo buscaban el poder.

Ítalos permaneció hasta muy entrada la noche conversando con Ignifer, como hacía con todo aquél que acababa de recordar que era un dragón y no una persona. Sabía que era una revelación abrupta, él la había vivido. Así que cuando liberaba las memorias de sus hermanos permanecía con ellos, absolviéndolos de sus dudas y explicándoles que tantos años de sacrificio habían valido la pena.

Él nunca decía que el ver el brillo de la liberación en los ojos de cada uno de ellos era a la vez grato y doloroso. Muy a pesar de él, a veces se preguntaba si es que hubiera querido nunca despertar de su sueño. Si es que querría seguir siendo un muchacho humano normal. Pero en el acto, él mismo se recriminaba y se decía que esa era su verdadera identidad y su papel real para los suyos. Aunque siempre se lo reafirmaba, luego se encontraba a sí mismo volviendo sobre aquella duda. Siempre lo pensaba pero nunca lo decía.

—Ya es muy tarde, debes estar cansado —señaló de repente una jovencita de cabellos castaños tomando su antebrazo.

Ítalos no había notado que realmente estaba exhausto hasta que ella lo había advertido.

—Anda, yo atenderé a Ignifer. Tú ve a dormir —le sonrió, complaciente. Ítalos asintió con parsimonia.

—Gracias, Emiria.

Y casi contra su voluntad, se empujó a sí mismo hacia su alcoba. Era ya muy tarde y en realidad, estaba muriendo de cansancio pero no quería dormir.

La verdad era que él tenía ciertos reparos para conciliar el sueño. Lo aquejaba un sentimiento contradictorio respecto a eso, quería soñar y al mismo tiempo lo evitaba pero siempre tarde o temprano, tendría que descansar. Los sueños vívidos de nubes y cielos se habían terminado. Eso no lo había sorprendido porque era lo más coherente; ahora esas visiones no eran sólo un sueño. Él realmente podría volar, cuando toda esa locura terminara volvería a ser lo que antes fue, podría ver esas escenas cuando quisiese y serían reales.

Lo que lo acongojaba y a la vez lo embelesaba, era que el contenido de sus sueños era otro. Al cerrar los ojos, sólo podía soñar con Zuzum. Su amiga de infancia y la muchacha que había acaparado sus pensamientos todo ese tiempo. Ella se había quedado congelada con la edad de trece años en su mente. Ignoraba su paradero o si es que siquiera seguía con vida. Él quería creer que sí y no podía más que revivir en sus sueños el tacto de sus manos, el roce de sus labios, su radiante sonrisa. La veía en distintas escenas, a veces le hablaba, a veces tocaba su arpa. Siempre era Zuzum.

Cada noche desde hacía tres años.



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