5. El chico de los mandados

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Estaba volando por encima de las nubes, el viento azotándole en la cara en una noche apacible. Nunca había visto a las estrellas y a la luna tan próximas a él, como si la gran bóveda celestial perteneciera a un mundo distinto a todo.

Ítalos despertó cuando un viento frío apagó la única vela que iluminaba la biblioteca. Era medianoche y del único lugar de donde procedían sonidos en toda la casa era, como de costumbre, del taller de Ureber. Ítalos podía ver desde la ventana del segundo piso que las luces del estudio del hechicero aún estaban encendidas.

El muchacho encendió nuevamente su vela, por un breve instante se detuvo a observarla y con la serenidad de quien hace algo inocuo, posó su mano encima de la delgada llama. La tibieza de ese diminuto fuego le suscitó una sonrisa, y seguidamente, volvió a sumergirse en el libro que tenía en frente.

Había empezado a frecuentar la biblioteca de la segunda planta y se le había vuelto una costumbre quedarse leyendo hasta muy entrada la noche embadurnándose de una lectura interminable. Hubo algo en el interior de Ítalos que lo atrajo inevitablemente a esos papeles quebradizos. El aroma del cuero de las portadas, los pergaminos viejos y frágiles, y el papel carcomido le llamaron la atención como a un gato le atrae la carne roja. Al darse cuenta que existían tomos y tomos de cosas que desconocía, un anhelo empecinado de absorber todo lo que podía brotó de forma natural en él.

Sabía leer y escribir pero nunca había tenido oportunidad de tener un contacto tan cercano con libros variados como los de Ureber. Y allí había de todo, desde temas de filosofía y política que Ítalos apenas podía comprender, hasta los principios básicos y avanzados de brujería. Los libros siempre habían sido un lujo para Ítalos, sin embargo, los que versaban sobre las artes mágicas eran un tesoro que nunca había imaginado si quiera encontrar. Estos manuscritos eran rarezas que sólo los hechiceros y la gente adinerada poseían; los primeros para tenerlos como fuente de conocimiento, los segundos, como una señal de estatus.

Ítalos quería saber qué era lo que Ureber sabía sobre él y para eso tenía que conocer más de la materia del hechicero y luego de leer algunos libros, llegó a la evidente conclusión de que sabía muy poco.

Lastimosamente, sólo podía consagrarse a la lectura por las noches. Sabía que en la mañana Zuzum se burlaría de sus ojeras y otra vez lo inundaría de preguntas a las que él respondería con evasivas.

Zuzum era tan mandona y obstinada como él recordaba, aunque Ítalos recordaba a un niño. No obstante, a él le agradó mucho volver a verla y también le dio mucho gusto saber que había tenido mucha suerte.

Siempre que Zuzum había presumido su origen noble, los demás niños se burlaban y no le creían. Ítalos, de hecho, tampoco le daba mucho crédito pero no le parecía condenable que alguien tuviera sueños ridículos. Sin embargo, no eran tan ridículos como él había creído. Su padre, en efecto, había sido noble, pero ella era una niña ilegítima y, a la muerte de éste, la familia había decidido al fin acogerla a ella y a su madre. En verdad, un golpe de suerte aunque con un costo.

Ítalos estaba acostumbrándose a ver a su antiguo amigo usar vestidos, al menos la parte del carácter impetuoso de Zuzum parecía tener ahora más sentido y le quedaba. Él visitaba la casona donde ella vivía varias veces por semana. Era el chico de los mandados de la joven ama de la casa, no era una tarea muy complicada en realidad. Salía a comprar lo que ella pedía, le traía su almuerzo o transportaba cosas pesadas. Tenía que estar atento a cualquier cosa que su amiga pidiera y le daban a cambio un par de ducanes de plata.

Para Ítalos, era como si le pagaran por hacer nada. No tenía planes inmediatos con el dinero que ahorraba y le agradaba frecuentar otra vez a una vieja amiga. Además, sabía que en realidad era una excusa para Zuzum para tener alguien con quien hablar y divertirse. El abuelo de Zuzum, la cabeza de la familia, la había designado a aquel lugar para que ella fuera inculcada de la educación y modales necesarios. Después de todo, si pertenecía a una familia noble debía comportarse como una noble, eso significaba también que debía separarse de su madre. Ese era el precio a pagar por tantos beneficios. Ítalos sabía que Zuzum extrañaba a su madre aunque ella no se lo decía. Podía entender su actitud porque aunque él también se divertía con ella, había cosas que no podía revelarle a su amiga.

—Así que ese brujo Ureber parece que después de todo tiene un corazón —murmuró Zuzum con cierta incredulidad mientras se alisaba los dedos para practicar con el arpa.

Para Ítalos era un espectáculo chistoso ver cómo ella se esforzaba por dominar la delicadeza y la finura. Ella era el antónimo por excelencia de esas cosas.

—¿No te parece extraño? —cuestionó la joven, pensativa—. Todos en Gulear saben que él es un tipo peligroso. Además de que nunca hace nada gratis, ¿no querrá hacerte magia negra o un embrujo?

—No lo creo.

Zuzum lo miró con recelo e Ítalos desvió sus ojos celestes distraídamente hacia el techo. No podía revelarle que él era lo extraño en ese cuadro, no podía dejar de pensar que había algo inusual en él y no estaba seguro de que fuera bueno. Pero de lo que sí estaba seguro era que no quería que nadie lo supiese, sobre todo su reencontrada amiga.

—Mejor ándate con cuidado —opinó ella—. Alguien como tú, con la mente perdida en quién sabe dónde es presa fácil de cualquiera. Ahora no te quedes ahí y tráeme algo de fruta.

Ítalos obedeció al instante pero sabía que Zuzum tenía razón. Ureber era una persona peligrosa y al mismo tiempo, necesaria. Él lo necesitaba para poder atravesar el invierno sin congelarse en la calle y para poder saber qué era lo que estaba mal con él. Era preciso saber la verdad.

Pero Ítalos no pudo haber imaginado lo que sucedería un día, al regresar a casa del hechicero. Tuvo el presentimiento de que nada bueno lo esperaba cuando Moris le comunicó que Ureber lo llamaba.

Ésta vez Moris no lo dirigió al taller sino a la cocina y lo dejó allí con el brujo. La temperatura estaba elevada en aquel lugar cerrado, Ítalos podía ver un vapor elevarse hasta el techo. Fue entonces que vio que en frente de Ureber estaba abierto un horno de piedra donde fácilmente podrían cocinar un cerdo entero. El fuego estaba a su máximo nivel, las llamas se agitaban furiosas. Ítalos temió lo peor y lo peor fue lo que pasó.

—Entra ahí —ordenó Ureber. 


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