14. Los años que los separan

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Las dilucidaciones que Ítalos había entablado consigo mismo respecto de su propia identidad se desvanecieron en cuanto la vio. No importaba si era un dragón o un hombre, en ese momento sólo era un muchacho carcomido por anhelos comprimidos y el espasmo de unas esperanzas renovadas.

Cuando los ojos de ambos se encontraron, Ítalos no estuvo seguro si es que Zuzum rompería a llorar o a reír. Su rostro lívido y sonrosado tan cerca del suyo mostraba una amalgama de emociones que pugnaban entre sí.

—Creí que... —balbuceó ella, sus labios temblaban pero esbozaban una sonrisa cálida—...el incendio. Creí que...

Y sus palabras se desvanecieron en un susurro. Ítalos no podía dejar de mirarla, había soñado tantas veces con ella que en ese instante bien podía estar despierto o bien, dormido. Ella se veía distinta, más hermosa y delicada de lo que él la recordaba.

Él buscó su mano. Había anhelado tanto volver a tomarla que pensó que si no lo hacía en ese momento, algo en su interior lo consumiría. Sintió que Zuzum se estremeció ante su tacto, parecía aún más frágil que antes. Era la mano pulida de una doncella. Él ya no tenía esa vacilación infantil y no era por los años de recuerdos que había recobrado. Era simplemente porque era un muchacho de dieciséis años que había ansiado mil veces ese momento.

Cuando Ítalos clavó sus ojos en los de Zuzum nuevamente, ella pareció titubear. Desdibujó con lentitud su sonrisa y se alejó súbitamente de él.

—¿Qué pasa? —inquirió él en voz baja, perplejo—. Solíamos hacer esto...

—Eso fue hace tiempo.

—Hace tres años —puntualizó Ítalos. A Zuzum se le cayó la mirada y no se volvió para encarar a su amigo.

—Ítalos, estoy muy feliz de que estés bien —continuó ella aún dándole la espalda pero con voz inflexible—. Pero creo que lo mejor será que te vayas.

—Que me... vaya —repitió él, confuso.

—Mandaré a que te den algo de dinero si necesitas y...

—¡¿Que me vaya?! —espetó, esta vez atónito.

Él no entendía, muchos recuerdos se arremolinaban en su mente pero ni sus memorias humanas ni las draconianas podían explicar el comportamiento de ella. Los dos habían compartido momentos especiales ¿no era así? ¿Qué era esa reacción inconsistente? No tenía sentido.

—Tú... Zuzum. ¡Tú no puedes pedirme eso! —reclamó de repente en un impulso.

—Por supuesto que puedo —respondió ella mirándolo de soslayo, recuperando el mismo brillo altivo de siempre—. Ésta es mi casa y...

—Te he estado buscando. ¡Por tres años! ¡Todos los días!

—¡Yo también te he buscado! —repuso ella, volviéndose bruscamente. Ítalos vio unas perlas de lágrimas asomarse en la comisura de sus ojos. Pero Zuzum arrugó sus labios para retenerlas.

—¿Entonces por qué?

Ella se volvió para limpiarse disimuladamente las lágrimas y reponer su compostura.

—Me casaré pronto —anunció más calmada—. En unos meses.

Ítalos enmudeció. Era curioso, había pensado sólo en ella todos esos años pero había relegado por completo el detalle de que ella estaba comprometida. Tanto que hasta lo había olvidado.

Cuando tenía trece años, Ítalos no pensaba más allá de esa información pero ahora, todo parecía tener un panorama muy distinto. Un hueco en su estómago le impidió hablar y sólo contempló a Zuzum con aspecto desolado.

—Si alguna vez necesitas algo, no dudes en pedírmelo —dijo en un suspiro. Y con una elegancia que había estado perfeccionando esos años, se dio la vuelta y se encaminó hacia el interior. —Márchate.

—Zuzum... —Ella le hizo caso omiso. —Zuzum, espera. No puedes...

Y se apresuró a ir tras ella, por un momento imaginó que si ella cruzaba ese umbral, no la volvería a ver nunca. Ella se sobresaltó cuando él tomó su muñeca y la asió para que lo mirara.

—¿Qué haces?

—No puedo marcharme. No voy a hacerlo. —Zuzum intentaba zafarse pero Ítalos la sostenía con firmeza, una contundente e indoblegable. —Tenemos... ¡tenemos que hablar!

—¡Te acabo de decir que te vayas!

—No.

En medio de su pequeño alboroto, los dos guardaron silencio de repente cuando escucharon varias voces lejanas que llamaban a Zuzum desde el interior de la mansión. En contraluz se podía ver por las ventanas las siluetas de varias damas dando pasos atolondrados. Zuzum entonces, se quedó petrificada y palideció por completo, miró a Ítalos como si algo estuviera a punto de derrumbarse.

—¿Qué pasa?

—Es... Fredrick.

Él pestañeó, era aquel nombre que sólo había oído pronunciar una vez. Un nombre extranjero y ostentoso.

—¿Tu prometido? —Zuzum asintió con urgencia.

—Vete.

Esta vez había una nota de súplica en su voz.

—¡Pero tenemos que hablar! —insistió. Una voz detrás de su cabeza empezó a susurrarle un actuar distinto pero él la acalló. —Yo... quiero verte.

—Ítalos... por favor.

Zuzum ya había dejado de resistirse y él notó que la premura de ella se estaba convirtiendo en angustia.

—Sólo me iré si es que prometes que nos veremos más tarde —condicionó y Zuzum dudó por un instante pero finalmente asintió.

Ítalos le hizo prometerlo porque sabía que ella no faltaría a una promesa y luego de darle una hora cierta, muy a pesar suyo la dejó ir y él se fue por donde vino. Ni bien volvió a atravesar el muro ya se estaba arrepintiendo. Una terrible desazón inundó sus sentidos pero se decidió a esperar a la hora pactada.

Había esperado tres años después de todo, podía esperar unas horas. Aunque para Ítalos no era del todo así, para él había transcurrido más de tres años. El tiempo que lo separaba de ella se había incrementado y él era alguien muy distinto.

Era distinto, ciertamente, no obstante, quería verla. La había esperado y anhelado todos esos años, más de cien años aguardando por encontrarla.


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