13. Un encuentro predestinado

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—¿Qué buscas? —inquirió Emiria y un brillo de indiscreta curiosidad tintineó en sus ojos.

—Nada.

Ítalos volvió su vista hacia las cartas y los paquetes que llevaba consigo.

—No es cierto —apuntó la joven—. Te he visto, siempre andas buscando algo o tal vez a alguien. ¿Temes que algún hechicero nos siga? Pierde cuidado, siempre estoy vigilando.

Él no respondió. Emiria siempre había estado de su parte, incluso cuando Ítalos propuso la descabellada idea de disfrazarse de humanos, ella había sido su primera aliada al apoyar aquella empresa. Y, al igual que él, había sucumbido a la tragedia de olvidar su verdadera identidad por varios años. Hasta que él recobró sus memorias.

Ítalos tenía la impresión de que algo había cambiado en Emiria. Parecía que los años siendo humana no habían transcurrido en balde. Lucía más jovial y espontánea, no obstante, seguía siendo ella. Se preguntó entonces si es que él también había cambiado.

El haber vivido como un muchacho humano había dejado una marca bien profunda en él. Ciertamente, ya no se sentía el mismo. A veces creía que sus recuerdos draconianos eran más una ilusión que la realidad. Había ocasiones en las que sentía como si hubiera despertado y todas sus memorias de más de un siglo fueran un sueño; que realmente era un simple muchacho de dieciséis años.

Cuando permitía que las dudas se desplegaran en su mente, había un debate en su cabeza. Sin duda, tenía la determinación de un ser antiguo, pero no sabía si sentirse como tal. Era como si tuviera una ligera crisis. Pero finalmente, se reafirmaba que sólo estaba portando un disfraz. Una mera cáscara. Por más que aquella pudiera engañar al resto del mundo, no debía engañarlo a él. Sin embargo, lo que no podía negar era que, aunque quisiese, ya nunca sería el mismo. Era un dragón que había sido humano y que estaba seguro de algo: tenía que cumplir con su misión. No había otro camino.

El portero le entregó unas monedas a Emiria mientras Ítalos les daba cuenta del correo. Aunque fueran dragones, tenían que ganarse algún sustento para pagar el alimento y la posada, por más ridículo que pudiera ser. En las mañanas él se dedicaba a ser mandadero de una panadería, luego a la limpieza de una pensión y ocasionalmente, como en ese momento, a repartir el correo. Él no era muy restrictivo con los oficios; siempre que estuviera en sus capacidades no se iba a negar a hacerlos. No obstante, Ítalos hubiera preferido labores más intelectuales, pero se había abstenido de buscarlas. Lo último que quería era levantar sospechas y el ser un simple mandadero le convenía a su careta.

Emiria lo ayudaba en algunos de esos quehaceres, pero él sabía que más que un acto de colaboración, era una muestra de gratitud hacia él. Se había dedicado a ser su ayudante en varias labores y él lo agradecía. Intuía que la alianza que ambos habían mantenido como dragones, podía mutar a una sólida amistad, y aquello era una de las novedades que suscitaba ser un ser humano.

Cuando el guardián se dispuso a cerrar el portón que estaba entreabierto, Ítalos la vio. Fue sólo un segundo. En la rendija antes de que la puerta estuviera totalmente cerrada, la vio caminar distraídamente por el jardín interno de aquella casona.

Los paquetes que llevaba en las manos se cayeron al suelo.

—¿Pasa algo? —preguntó Emiria, alarmada—. ¿Estás bien? Te has puesto blanco.

Ítalos estuvo ido por un par de segundos, pero su cerebro pugnó por volver a la realidad y reaccionar cuanto antes.

—Entrega los demás recados —atinó a decir mientras se alejaba casi trotando.

—¿Qué? Pero...

—Entrégalos. Te alcanzo en la posada.

Y echó a correr. Empezó a rodear los muros de piedra de aquella enorme mansión, buscando un punto ciego donde no hubiese nadie que advirtiera sus intenciones. Su corazón golpeaba su pecho con fuerza y unas gotas de sudor recorrieron su frente. Pronto, descubrió su oportunidad cuando las calles se vaciaron momentáneamente del gentío de la tarde y él no lo pensó dos veces para saltar y aferrarse con las uñas a las irregularidades del muro. Lo trepó en unos segundos y de repente, ya había aterrizado adentro como un gato agazapado, en medio de unos arbustos.

Ítalos jadeaba, no por el esfuerzo, sino por la expectativa. Empezó a recorrer sigilosamente el jardín interno como si fuera un animal al acecho. No se había detenido a pensar siquiera que tal vez había visto un espejismo o que su imaginación le jugaba pasadas.

A lo lejos, vislumbraba la lujosa residencia. Morada de acaudalados nobles sin duda. Todo el jardín estaba desierto. Ítalos decidió rondar toda la circunferencia del patio interno antes de intentar algo más drástico. Estaba seguro de lo que había visto, tenía que ser.

Después de rondar por entre los arbustos y árboles, apenas controlando su respiración, se quedó totalmente paralizado. Todos los sonidos de los alrededores se apagaron.

Allí, sentada en una de las bancas de madera, sosteniendo un bordado a medio trabajar, había una joven de largos cabellos negros y ondulados, una postura fina y elegante que hacía recordar a un cisne, aunque con un aire de cierta tristeza.

—Zuzum. —Ítalos la llamó sin pensar. La joven levantó su mirada e inspeccionó con escrutinio y recelo la espesura de su jardín.

Ítalos había dejado de controlar sus movimientos, en verdad ya no era plenamente consciente de que sus pies se movían lentamente, como si flotasen, pero con firmeza. Entonces emergió de entre el follaje con la mirada clavada en ella, como si no existiera nada más.

El bordado se le resbaló de las faldas y Zuzum se cubrió la boca con ambas manos, como si quisiera reprimir un grito o un llanto. Ítalos vio como sus ojos se volvían vidriosos y arrugaba su entrecejo.

—¿Eres real? —le pareció que preguntó—. Ítalos...

Y lo que ella iba a decir no alcanzó a decirlo. Ítalos simplemente supo que luego estaba envolviéndola, que si no lo hacía su corazón se iba a detener. De repente pudo percibir el aroma que tanto había evocado en sus sueños y sintió como Zuzum, que se estremecía entre sus brazos, se aferraba a él también. Como si ambos quisieran fundirse el uno con el otro en un abrazo infinito.



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