15. Orden divino

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Aquella noche había un ánimo festivo en la cena.

Desde que Ítalos había consagrado ese tiempo en buscar a sus congéneres, se había formado una comunidad numerosa de dragones con forma humana en la capital del reino. Después de haber estado desperdigados a su suerte como granos de arena por años en las hostiles tierras de los hombres, los dragones habían decidido mantenerse unidos. Era lo mejor que podían hacer. No había habido en mucho tiempo un número tan elevado de los de su especie reunidos en ese amago de libertad. Así que no habían podido elegir mejor día para celebrar ese lento pero seguro avance de su causa.

Los hermanos que convivían en las afueras de la ciudad se habían unido a la reunión y ya no quedaba más espacio en la larga y atiborrada mesa. Todos se pasaban copiosamente las bebidas y las comidas y un par se había animado a tocar el ukulele para acompañar el ambiente. Si una persona normal hubiera sido testigo de aquella algarabía, sólo hubiera visto a una comunidad de hombres y mujeres con un ánimo muy distendido y contagioso. Parecía como si todos hablaran al mismo tiempo, narrando historias de cómo habían sobrevivido aquellos años y los peligros que habían atravesado.

Ítalos y Emiria eran unos de los pocos jóvenes en aquella exultante sobremesa. Hubieran pasado por presencias inapropiadas en una reunión de tantas caras viejas y adultas, sin embargo, ambos eran tan bienvenidos en esa exultación como el más anciano. Puesto que todos en esa sala sabía que las apariencias era sólo eso. Una falsedad.

Ítalos apenas prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor, permanecía encogido en su asiento casi sin probar bocado y asentía levemente cuando alguien se dirigía a él. En su cabeza sólo se repetía una y otra vez su reciente encuentro con Zuzum y no podía hacer más que pensar con angustia y aflicción en qué sucedería cuando la volviera a ver en unas horas. La felicidad de volver a encontrarla se había opacado por la manera con la que ella lo había recibido.

Estaba tan abstraído en sus pensamientos, que no notaba que Emiria lo observaba silenciosamente, a su costado. De pronto, Ítalos percibió que alguien le ofrecía una bebida y de forma automática, hizo un ademán cortes a Ignifer y recibió su gesto.

—Te ves apesumbrado, hermano —comentó Ignifer aunque en su tono no había intención de conocer el origen de ese pesar, lo cual Ítalos agradeció—. ¿No puedes disfrutar la celebración? Te entiendo. Es muy temprano para celebrar.

Ignifer no pasaba de los veinticinco años en ese cuerpo, no obstante, sus profundas ojeras y su cabello negro despeinado lo hacían parecer mayor de lo que era. Se inclinó levemente hacia Ítalos con un semblante serio.

—No tiene sentido que nos sigamos escondiendo —comenzó con un susurro casi inaudible entre tanta bulla—. Con nuestro actual número, somos más que suficientes para deshacernos de los hombres.

Aquel comentario disipó por completo la bruma de preocupaciones del joven y lo forzó a regresar al momento presente. Ítalos detectó la determinación en la voz de Ignifer y se irguió inconscientemente, sus ojos celestes fijos en los de su hermano. Aquel siseo perturbador era inapropiado en una atmósfera tan chispeante, y a Ítalos le incomodó como una punzada en las costillas.

—No podemos arriesgarnos —repuso con seriedad—. Aún hay muchos de nosotros que están perdidos. Ahora ya no podemos ser controlados pero la magia humana aún puede detenernos. Nos conviene el anonimato.

Ignifer observó brevemente a Ítalos, sus ojos fulgurando con un brillo penetrante. Era el mismo fulgor que poseían sus ojos draconianos. E Ítalos recordaba muy bien la verdadera apariencia de Ignifer, el gran dragón negro que siempre había sabido guiar a los demás con sus opiniones realistas y acertadas. Su hermano en su forma original era innegablemente imponente, pero a Ítalos aquellos ojos viperinos ya no lo impresionaban como antaño. Ignifer apoyó su brazo en el respaldar de su asiento, casi despreocupadamente y esbozó una sonrisa que no tenía nada de gracia.

—Siempre cauteloso —dijo, más resuelto—. Si este asunto de la magia se le diera bien a cualquiera de nosotros y no sólo a ti, ya estaríamos más cerca de la libertad.

—¿En serio? —cuestionó Ítalos con un ademán burlón intencionado—. Fui yo quien te liberó, hermano.

—Y te lo agradezco. Pero hubieras usado ese tiempo en hacer otro tipo de maniobra.

—¿Cómo cual?

—Como quemar una ciudad.

Toda la sala enmudeció de repente. Con cada una de sus imprecaciones el jolgorio se había ido apagando paulatinamente y de pronto, un aura de murmullos y tensión se elevó reemplazando el ambiente de celebración que había rebosado hacía unos momentos. Todos los presentes miraban de Ítalos a Ignifer como si esperaran que uno saltase encima del otro.

—Destruir Gulear fue un movimiento acertado —prosiguió Ignifer, fuerte y claro, consciente de que los ojos estaban puestos en él—. No hay que escondernos si es que ya no hay de quién esconderse. Es simple.

—Yo nunca quise incendiar ningún pueblo —espetó Ítalos, levantándose—. Eso fue sólo una muestra del poder de la magia humana. Yo nunca quise que sucediera eso.

—Sí, hermano. No te sientas culpable, ellos se lo buscaron —dijo con una falsa conmiseración—. Pero ahora las cosas son distintas, con los que somos podríamos hacer arder todo el reino. Recuperar el lugar que nos corresponde por orden divino.

"Por orden divino". Ítalos recordaba donde había leído esa frase años atrás, en un escrito de un hechicero. Era la excusa que usaban los hombres para controlar a los dragones. Un fuerte sinsabor se arremolinó en su pecho.

—Es precipitado e impulsivo, podríamos perderlo todo —sentenció, impertérrito. Escuchó algunos murmullos de asentimiento a su alrededor. —Incendiar el reino está fuera de cuestionamiento.

Ignifer arrugó sus labios y el entrecejo, pero incluso él había notado que aquella discusión estaba perdida.

—Los humanos deben arder.

—No —emitió Ítalos, inflexible—. Los hechiceros son los que deben arden. Ellos son los que han ocasionado todo.

Ignifer entornó la vista con un amago de sonrisa, como si algo que había dicho Ítalos lo divirtiera.

—Coincidimos en algo al fin —comentó—. Quién diría que tú llegarías a decir algo como eso. Al menos estos años te han servido para dejar de ser un idealista puritano.

Ítalos no respondió. Podía concederle eso, sabía que estaba en lo correcto. La huella de Ureber aún palpitaba fresca en él, como si aún escuchara los gritos de la gente en sus oídos, pereciendo en aquel infierno rojo. Algo se había perdido en la Noche de las cenizas además de un pueblo entero, y eso había sido la inocente esperanza de Ítalos de resolver aquel conflicto sin sangre. Estaban en una guerra y en las guerras no existen las consideraciones.

Horas más tarde, los pasillos y las habitaciones estaban sumergidos en la penumbra y el silencio con apenas unos ronquidos que interrumpían esporádicamente aquella paz. Ítalos se escabulló con sigilo, imitando la forma de andar de un gato. Tenía la sensación de estar a punto de hacer algo malo pero un llamado superior lo empujaba. Cuando estuvo a unos metros de la puerta, el crujido de la madera detrás de él hizo que casi se le detuviera el corazón.

—¿Adónde vas? —inquirió Emiria. Ítalos lanzó un profundo e inaudible suspiro de alivio y su alma regresó a su cuerpo.

—Es... cerca —balbuceó. En la oscuridad vio brillar los ojos de su amiga.

—Eso no responde mi pregunta.

Emiria permaneció quieta, esperando a que Ítalos hablara. Él realmente no quería mentirle, tampoco decirle la verdad. De alguna manera era más sencillo hablar con ella siendo humana pero aún no podía hacer que las palabras salieran de su boca.

—Debo ir, por favor, no le menciones esto a nadie.

—¿Es peligroso?

—No.

Él vio como la expresión apenas visible de su amiga se ensombrecía de desconcierto.

—Estás actuando muy extraño.

¿Estaba actuando extraño? Era cierto, había estado actuando extraño desde aquel fatídico día en que Zuzum había tomado su mano.

SOMNUSWhere stories live. Discover now