24. Una historia en las penumbras

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Aquella habitación estaba envuelta en una penumbra azulada, era bastante amplia y las decoraciones, tapices y cortinas evidenciaban que pertenecía a la una dama adinerada. Un arpa reposaba al costado de la ventana, al lado de una ruma de bordados hechos a mano y algunos libros. La cama central estaba cubierta por tules blancos, a través de los cuales se podía vislumbrar la silueta de una muchacha sumergida en tranquilo sueño.

Ítalos la observó por un largo rato, estático. Sus ojos parecían tranquilos pero contenían un brillo afligido, como si se arrepintiera por lo que estaba a punto de hacer.

Suavemente, corrió el velo y rozó con su mano la mejilla de Zuzum, una caricia dulce pero resignada. Ella abrió los ojos con un suspiro somnoliento y su mirada se dilató al reparar en su presencia. Ítalos le cubrió la boca al instante con firmeza, procurando no ser tosco y le hizo un ademán de silencio. Sólo la liberó cuando ella abandonó todo talante de forcejeo.

—¿Qué haces aquí? —increpó ella frunciendo el ceño gravemente—. Llamaré a los guardias.

—Está bien. Hazlo. —Ítalos tenía un aire compungido, sin embargo, se le veía sereno y despejado. Zuzum lo miró, confusa, con el entrecejo tembloroso. —Pero escúchame primero, luego haz lo que quieras.

—No quiero escucharte.

—¿Por qué? —Él entornó sus ojos, como si no le diera crédito a sus palabras. —Vas a casarte pronto. Me escuches o no, no volverás a saber de mí. Así que ¿a qué le temes?

—No tengo miedo.

A pesar de lo que decía, a Zuzum se le quebró la voz y como si ella misma lo notara, se le cayó la mirada y se encogió entre sus blancas sábanas. Parecía que estaba reteniendo las lágrimas, Ítalos sólo la observó, paralizado, controlando sus ansias de consolarla.

—Eres una mentira —murmuró ella—. Todo lo que creía saber de ti es falso.

Ítalos no repuso nada de inmediato, la contempló brevemente, inexpresivo.

—Zuzum —susurró él—, cuando me conociste no tenía ninguna idea de quién era yo. Todo lo que te dije, todo lo que vivimos, fue real. Lo que sucedió en Gulear me ha perseguido desde entonces, yo nunca quise que pasara, pero también fue el día en que desperté de mi sueño.

Zuzum permaneció cabizbaja y sombría, Ítalos interpretó su silencio como un permiso, así que inició su relato.

Y le narró todo desde el principio, desde donde sería para ella el principio. Comenzando por las sospechas que tuvo de Ureber, que crecieron paulatinamente con los días, de su incapacidad de tener sueños normales, del descubrimiento de su invulnerabilidad ante el fuego, de la visita del hechicero Dalim, del escrito de Adrio Felmen y de cómo había recuperado los recuerdos de su verdadera identidad, sólo para despertar en el mismísimo infierno.

Le habló de la facilidad con la que había borrado a Ureber de la faz de la tierra, de cómo ello le había acarreado un sentimiento contradictorio en los años venideros. De cómo se sentía aliviado y, a la vez, culpable. De los viajes que había realizado esos años para buscar a sus hermanos, de su misión para con ellos y cómo era que estaba atado a ayudar a su gente. Le relató el incidente en el Magisterio y cómo fue que, nuevamente, había tenido que levantar sus manos para hacer daño a otros y salvar a los suyos. Aquella travesía había empezado por una denodada búsqueda de libertad y justicia pero se había convertido en un suplicio para su alma.

Ítalos no pudo evitar que se le quebrara la voz en algunos momentos, pero le quería decir todo a ella, lo malo y también lo bueno. Le contó finalmente, cómo era que su encuentro con ella había sido lo más esperanzador y puro que le había sucedido en toda su existencia. Que se había convertido en una de las razones más importantes para seguir y que, irónicamente, era algo que él nunca había buscado.

Zuzum no levantó la mirada en ningún momento, en ocasiones parecía estar temblando como si estuviera sollozando pero ni una sola lágrima cayó a las sábanas.

—¿Por qué me cuentas esto? —preguntó en un hilo de voz.

—Porque luego ya no podrás saberlo —dijo él con simplicidad. Los ojos de ambos se encontraron y un silencio expectante los inundó.

Zuzum se percató que la mirada de él estaba llena de ternura pero también de congoja.

—No voy a olvidarte nunca, una vez te dije eso ¿no es así? —prosiguió Ítalos. De alguna manera logró esbozar una sonrisa para ella, era una sonrisa genuina y afectuosa. —Te deseo la mejor de las felicidades.

Seguidamente, se inclinó hacia ella y le besó la frente. Ella no opuso resistencia, estaba atónita y no podía reaccionar.

Y solamente cuando él se hubo marchado, unas gruesas lágrimas se deslizaron por las mejillas de Zuzum, como un caudal incontrolable de desconsuelo ante una irremediable despedida.



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