28. La llama blanca

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Unos rayos de luna se colaban tenuemente por las fisuras de ese edificio. La sala crujía ante cualquier movimiento, todo el ambiente estaba atosigado por el olor a madera vieja y polvo. Varios ojos fulguraron con reserva en las penumbras desde las dos plantas de aquel inmueble abandonado, algunos encendieron unas diminutas llamas en la palma de sus manos para dar a entender su presencia.

Ítalos permaneció estático en un resquicio de la sala en el primer nivel. Había identificado a algunos rostros pero era evidente que faltaban asistentes a aquella reunión. No obstante, era el día y la hora propuestos, el optimismo le indicaba pensar que no debían tardar en venir. Pero había un humor tenso y prudente en el aire. Entre los murmullos, Ítalos escuchó las noticias de las que él había estado privado por su aislamiento en las afueras de la ciudad.

Al parecer, la búsqueda de los hechiceros se había enraizado más; las revisiones en las calles e incluso en las casas eran agresivas e intempestivas. Todo se debía a una razón: había un nuevo hechicero real. Un tal Eleso había reemplazado al famoso Dalim, y su forma de operar era a todas vistas diferente.

Había una incertidumbre temerosa entre los hermanos que habían logrado arribar a la reunión, no habían escuchado que nadie hubiese sido capturado hasta la fecha, pero sus movimientos ahora debían ser más restringidos. Ítalos suspiró ante aquel panorama, pero había un cierto alivio en él. Sabía que todo estaba por terminar pronto.

Levantó la mano con lentitud y cerró los ojos para concentrarse, sus labios se movieron silenciosamente y apenas unos susurros incomprensibles escaparon de ellos. Entonces, en la palma de su mano brotó una flama, pero ésta era diferente a la de sus demás hermanos. Era totalmente blanca y apartaba a las tinieblas como si fulgurara con la misma intensidad que un sol. Todos los ojos se volvieron inmediatamente hacia el foco de aquel brillo que dibujaba la figura de un joven pelirrojo con una expresión estoica.

—¿Qué es eso? —se escuchó entre las varias murmuraciones. Ninguno de ellos había visto nada igual. Ítalos se plantó en el centro de la sala, desde donde todos los presentes pudieran verlo.

—Esto es lo que nos protegerá de los humanos. Es una llama que no quema, que repele la magia —anunció él, de entre los rostros que aquel fuego blanco pudo esclarecer, pudo reconocer el de Sefius. Pero no llegó a ver a Emiria en ningún lado.

—¿Es magia humana?

—Es una amalgama de nuestra magia y la de los hombres.

Surgieron más murmullos y algunas exclamaciones de asombro. Aquello era algo que nunca se había visto, siempre se habían enfrentado el poder de los dragones contra la magia de los hombres, pero nadie nunca había imaginado si quiera que éstas se pudieran fusionar. Dicha solución tampoco fue del todo sencilla para el mismo Ítalos.

No era una fusión propiamente, aquello era un concepto inalcanzable. Ese fuego blanco era más bien el resultado de utilizar algunos estamentos de la magia humana en la draconiana. Le había tomado semanas para que esa idea reventara en su mente como una burbuja, y solamente había logrado materializarla una de las tardes en que se dedicaba a su estudio en la habitación que compartía con Zuzum. A ella le había parecido curiosa aquella pequeña novedad y había escuchado con interés la emocionada explicación de Ítalos. Pero luego le exigió que la apagara pues la distraía de sus labores.

—Eso es una excelente noticia —opinó Sefius, fuerte y claro—. Una vez fungidos con esa flama, podremos dejar de transmigrar. —Ante aquella aseveración, hubo un silencio que ocultaba una emoción de contento. —Podremos recuperar nuestra verdadera forma.

Ítalos asintió y pudo ver el brillo de complicidad en los ojos de Sefius, sabía que él no tenía intención de volver a ser un dragón. La sala prorrumpió en aclamaciones que procuraron ser lo más silenciosas posibles, pero algunos no pudieron contenerse.

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