30. Dilema ineludible

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Cuando abrió los ojos se quedó observando la oscuridad por un momento. Sentía que el corazón le latía en la cabeza como si ésta estuviera a punto de estallar. A duras penas movió con lentitud sus manos y pies y casi estaba esperando escuchar el repicar de unas cadenas, pero ese sonido no se produjo.

–No te muevas, estás herido –le murmuró una voz familiar, pero Ítalos hizo caso omiso. Se volvió para encontrarse con una habitación polvorienta y descuidada, que testimoniaba un largo abandono. Había un par de ventanas por las que se filtraban los rayos de la luna, varias siluetas que no llegaba a identificar yacían contemplativas, algunas sosteniendo en sus palmas una llama para elevar la temperatura de aquel frío lugar.

–No te muevas, descansa –insistió Emiria.

–Déjame.

Ítalos hizo un esfuerzo para enderezarse, sintiendo aún esos martilleos en la cabeza. Presionó sus ojos para poder de alguna forma contener aquel suplicio y aclarar sus ideas. De pronto, fue consciente de un líquido cálido que se escurría desde su sien hasta su barbilla.

–Te pondré unos vendajes –dijo ella y rozó sus cabellos rojos en la parte herida, pero Ítalos abrió súbitamente los ojos y la perforó con una mirada acerada. Emiria se paralizó.

Él no tuvo que decir palabra, aquello fue una advertencia. Con la cabeza explotándole y toda la maraña de eventos que había ocurrido uno tras otro, él no estaba seguro de tener la capacidad de soportar lidiar con ella.

–¡Tuve que hacerlo! –prorrumpió Emiria de repente–. Tú no querías escuchar, no sabías lo que hacías. Tenía que detenerte de alguna forma.

Realmente no quería oírla. No en ese momento. No pudo evitar que una furia desconocida se liberara como una fiera rabiosa. Sólo quería que ella desapareciera de su vista.

–Incluso si no lo entiendes ahora... –continuó, había una amago de suplica en su voz–. Incluso si ahora me detestas, cuando todo esto termine...

–Cállate –emitió él en un susurro–. Sólo cállate y déjame en paz.

Emiria pareció querer decir algo más, pero los ojos celestes de Ítalos eran duros e inaccesibles, nunca habían sido así con ella. Vaciló unos segundos y luego se retiró, con los labios temblorosos.

–Ella ayudó a traerte hasta aquí –dijo de pronto la voz de Sefius, Ítalos se percató que estaba a unos pasos de él, sumido en la oscuridad.

El muchacho se acercó con un aire contemplativo y se sentó en frente de Ítalos.

–Debes recuperarte pronto, hermano –musitó como comprendiendo que Ítalos en ese momento no podía soportar sonidos altos–. Han capturado a muchos de los nuestros. Apenas hemos logrado escapar y reagruparnos, aquí somos menos de una decena. No sabemos el paradero del resto.

Ítalos entendió lo que Sefius quería decir entre líneas. "Necesitamos ese fuego blanco". Y en efecto, lo necesitaban. Pero también supo que con éste venía un precio a pagar, y Sefius lo sabía también.

Aunque tal vez el número de ambos bandos no era muy distinto, ellos ahora tenían una innegable desventaja. A pesar de que el dolor mortificaba sus sentidos, a Ítalos lo asaltó el dilema en el que se encontraba. ¿Qué pasaría luego de usar esa magia contra los hombres? ¿Se desataría una guerra? O mejor dicho, una matanza.

Las siluetas de sus hermanos desde las esquinas le lanzaban unas juiciosas miradas de soslayo. Aunque lo repudiaran con toda su alma, lo necesitaban.

Se habían instalado en un asilo abandonado en las cercanías de aquel altercado pero al día siguiente tuvieron que abandonarlo y buscar otro escondite. No podían quedarse en un lugar por mucho tiempo, los soldados de Eleso eran implacables e insistentes; e invadían abruptamente cualquier hogar, estuviera habitado o no.

Los días sucedieron y las noticias que llegaron a ellos eran escasas. Era peligroso salir a buscar novedades, no obstante, éstas llegaban al poco tiempo y no eran buenas.

Su herida mejoró con los días, sin embargo, el trato que sus hermanos tenían con él se había enfriado abismalmente. Rehuían sus ojos y no le hablaban a menos que tuvieran que hacerlo. Uno que otro a veces le increpaba su osadía por sus acciones. El único que se empeñaba en tener un comportamiento normal con él era Sefius, y aunque Emiria también procuraba hacerlo, Ítalos no se permitía compartir tiempo con ella.

Por ello, se sorprendió el día en que uno de sus hermanos, casi con temor, se acercó a él para manifestarle que coincidía con su parecer respecto a los hombres.

–No soy el único que piensa así –le dijo su hermano en un susurro–. Algunos de nosotros no quiere que se derrame sangre humana. No creo que ellos sean seres inferiores.

Ítalos vio el nerviosismo de su hermano por prevención a que lo vieran conversar con él pero éste prosiguió.

–Pero la realidad es que no somos la mayoría. Aún no existe un acuerdo, pero es seguro que todos van a coincidir con Ignifer.

Su hermano le dedicó una mirada de comprensión y le dio una palmada en el hombro antes de marcharse. Aunque Ítalos agradeció aquel gesto de apoyo, lo único que le dejó fue un hondo sentimiento de estar acorralado.

Era una obligación de los dragones el acatar los acuerdos de la comunidad aún si éstos iban en contra de sus deseos. El mismo Ignifer, aunque el convenio anterior no lo satisfizo, no insinuó ni por un momento desobedecerlo. Aquello era una verdadera traición a la especie.

Pero Ítalos sabía que si le obligaban a ceder el fuego blanco, sus hermanos e Ignifer no se detendrían sólo con liberar a los que yacían prisioneros. Él conocía a Ignifer y había visto a través de su mirada contaminada de rencor. Ítalos sabía que arrasarían con todo; y los hombres, ésta vez, no tendrían posibilidad de contraatacar o defenderse.

No podía hacerlo. No podía ser el perpetrador de incontables muertes otra vez, no podría soportarlo una segunda vez ¿Qué pensaría Zuzum de él?

El tiempo que Ítalos se iba a demorar en regresar junto a ella había pasado ya. No pudo dejar de notar que habían transcurrido semanas desde aquella promesa y a pesar de lo precario de su situación, no podía dejar de preguntarse cómo estaba ella, qué estaba haciendo y si es que acaso ella estaba dudando de su palabra.

Y comenzó a preguntarse si es que realmente volvería a verla.

Pero sus inquietudes fueron reemplazadas con más preguntas cuando un día Sefius llegó temprano con noticias a la morada destartalada donde estaban encubiertos por el momento. Al fin sabían el lugar donde estaban presos sus hermanos capturados por Eleso. Luego de acordar que realizarían más indagaciones sobre aquella fortaleza, Sefius aisló a Ítalos a un lado, lejos de los demás.

–Hermano, ¿sabes dónde está Zuzum? –murmuró Sefius con un semblante serio. La pregunta lo tomó desprevenido.

–En las afueras de la ciudad.

Sefius arrugó ligeramente el entrecejo y cuando habló, su voz era apenas un hilo de susurro.

–Antes de regresar, vi pasar un carruaje por la calle principal, lo escoltaba un joven noble. Sólo vi por un segundo quien estaba adentro, pero estoy seguro de quién era.

El pecho de Ítalos se inundó con aprensión e inquietud y observó a Sefius, esperando que él desmintiera lo que acababa de insinuar.

–Ella está aquí.




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