11. La semilla negra

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Cuando aquel último recuerdo se desvaneció como un eco en el vacío, las tinieblas envolvieron a Ítalos como una bóveda eterna y se hizo silencio.

Su corazón le latía en sus oídos, aún estaba conmocionado por lo que acababa de recordar pero al mismo tiempo sabía que había algo que estaba sucediendo que debía detener a toda costa.

Sabía lo que Ureber acababa de hacer, sabía que había sucedido aquello que tanto había temido en esos cien años de incógnito. Estaba prisionero en las profundidades de su mente y Ureber tenía un total dominio de él y de su voluntad.

Pero no en vano había vivido trece años como un muchacho humano.

La magia de los hombres era lo que aprisionaba a los dragones y esa misma magia era la que podía liberarlos. Esa había sido la razón por la que tuvieron que disfrazarse de hombres. Para aprender.

E Ítalos había conocido una parte de esa magia. Por supuesto, en algún resquicio de su consciencia había anidado el recuerdo de su verdadero objetivo. Por algo había pasado interminables noches empapándose de los libros de Ureber, conociendo un mundo de significados que ahora podían salvarlo. A su mente acudieron entonces los símbolos, las letanías, los grabados y recitaciones que había absorbido todo ese tiempo. Ahora todo cobraba un sentido nuevo, sus recuerdos de antaño y los recuerdos recientes se compenetraban para darle un panorama que no había tenido antes.

Aún viviendo como una persona, nunca había perdido lo que en realidad era.

Entonces empezó a recitar una procesión de alegorías en un idioma extraño, unas que había leído entre las páginas empolvadas de los incunables enterrados en la biblioteca del hechicero. Estaba improvisando, utilizando sus limitados conocimientos de magia, estaba haciendo lo que le parecía lo más lógico. Aún con el corazón apremiante en su mano, su mente tenía la claridad de un ser viejo y experimentado. Estaba seguro, de manera fortuita, se había topado con la solución que había buscado en una de esas noches de lectura en vela.

Algo comenzó a cambiar en esa bóveda oscura. Susurros de gritos y escenarios que pugnaban por esclarecerse empezaron a surgir, como ecos que provenían de las profundidades de una cueva oscura.

Ítalos estaba despertando pero hubiera deseado no haberlo hecho.

—¡Obedece! ¡Obedéceme! ¡Maldita bestia!

Ureber bramaba agitando los puños en el aire, totalmente fuera de sí, pero Ítalos no lo escuchaba. Sus rodillas se vencieron por el peso de la exaltación. Por un momento pensó que había sido transportado al infierno, una columna gruesa de humo negro se elevaba hacia el cielo y alrededor de él todo era caos y desorden. Un caos rojo.

Gulear ardía en llamas, todo el pueblo. Alaridos de desesperación perforaban sus oídos, un tumulto amorfo de personas escapaba con desgañitados alaridos de terror. Todos corrían despavoridos, alejándose de las salvajes lengüetas de fuego que coronaban las casas y edificios. Las construcciones se desmoronaban, el fuego se esparcía, las chispas del incendio viajaban en el aire como si fueran luciérnagas rojas enloquecidas.

Él había hecho esto.

Una conmoción y angustia asaltaron el corazón de Ítalos, él no había querido esto. Se preguntó inmediatamente por Zuzum y trató inútilmente de identificar las sombras de las personas que huían aterradas.

—¿Qué has hecho, insensato? —siseó Ítalos y se sorprendió de que su voz fuera la de un niño de trece años—. Mira lo que tu ambición ha hecho.

Ureber retrocedió cuando Ítalos entornó sus amarillentos ojos en él. Pero no huyó, sino que reunió coraje ante aquel desafío.

—¡No vas a hablarme así jamás! ¡Yo soy tu amo ahora! —rugió el hechicero y empezó a susurrar nuevamente una retahíla de palabras en idioma antiguo. Pero vaciló cuando Ítalos arrugó su rostro en una expresión de furia e indignación, su boca dibujó un rictus macabro que mostraba sus dientes. Sus manos emitieron una leve humareda de humo y chispas.

—Viejo estúpido —musitó, impasible—. Los dragones no tenemos amos.

Y extendió una mano hacia el hechicero de la cual brotó una salvaje marea de fuego y flamas que sepultaron a Ureber, quien ni siquiera pudo emitir un grito. Su silueta se perdió para siempre en el calor de las llamas rojas.

Desde la lejanía, quien levantara la vista hacia el cielo hubiera podido vislumbrar la línea quebradiza de humo negro elevándose hacia lo alto en el cielo de la noche que testimoniaba un poblado entero entregándose a la destrucción de las llamas. Más tarde se diría que aquel incidente había sido producto de la locura de un hechicero y muchos celebraron que éste hubiera perecido en el fuego que él mismo había generado. Así habría un malvado menos en el mundo.

Pero ni siquiera Ureber hubiera imaginado la magnitud de su legado. Uno que sólo se desataría después de su muerte, pues no hubo hechicero más idóneo que él para plantar en el corazón de un dragón una semilla negra.

Una que sólo traería destrucción.



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