26. Dos fuerzas que se atraen

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Ítalos enmudeció, no podía hilvanar lo que ella acababa de decir con las reflexiones que él había estado taladrándose en la cabeza esos últimos días. Pero luego de unos segundos, supo que le acababan de dar la mejor de las noticias, una sonrisa titubeante se dibujó en su rostro y estuvo a punto de envolver a Zuzum con sus brazos pero sintió repentinamente una mano en su hombro.

—No hay tiempo, Ítalos —señaló Sefius y sus facciones serias lo hicieron volver a la realidad.

Aquel momento que él nunca imaginó que sucedería estaba empañado por la urgencia de la situación; tenían que escapar de inmediato. Ítalos meditó unos segundos, pero Sefius le ahorró las cavilaciones.

—Vete con ella.

Ítalos y Zuzum intercambiaron una mirada trémula y expectante.

—¡No puedes hacerlo! —espetó de repente Emiria—. Ella no es nuestro problema, no es una de nosotros. —Le lanzó una mirada llena de fuego a Zuzum, las dos se miraron ceñudas por un instante. —Que regrese a su mansión, no es que no tenga ningún lugar al cual volver. Ya tenemos suficientes líos aquí.

—Esa no es tu decisión, Emiria —replicó Ítalos al instante, severo. Luego se volvió nuevamente a Zuzum y le tendió la mano, un tanto dubitativo por la respuesta. —No hay tiempo de explicaciones, pero tenemos que huir ¿vendrías conmigo?

En cierto sentido, Emiria tenía razón y él lo sabía. Zuzum tenía una mansión a la que regresar y una vida resuelta de comodidades, y lo que Ítalos le estaba ofreciendo en ese momento era escapar como unos fugitivos. No iba a maquillar la realidad de la diferencia abismal entre ambas opciones. Pero ella estaba allí y había una decisión que tomar. Y aunque fuera rápida, iba a determinar el rumbo de lo sucesivo.

La mano temblorosa de Zuzum se posó sobre la de él y ella asintió levemente. Había un aire de tensión en su interacción, como si ambos temieran espantar al otro. Aún no habían olvidado que la última vez que se habían visto había sido para compartir una despedida tormentosa. Cuando Ítalos sintió el tacto de Zuzum su corazón de dragón saltó de gozo.

—Vámonos —finalizó Sefius y antes de que nadie pudiera decir nada.

Los cuatro abandonaron la posada y se internaron en las calles, pugnando por mezclarse con la gente que comenzaba a arremolinarse tempranamente por el escándalo de la ocurrencia en la plaza central. Una columna de humo negro se elevaba pomposamente hacia el cielo, y los curiosos se asomaban para contemplarla.

Observaron que mientras se distanciaban a una letanía de soldados que se dirigía a paso atropellado hacia las inmediaciones de la calle que habían abandonado, pero doblaron la esquina y ya no los vieron más. Siguieron avanzando sin volver la vista atrás, Ítalos y Zuzum aún tenían las manos unidas.

—Debemos separarnos —anunció Sefius—. Nuestros hermanos se están dispersando por todas partes, algunos han decidido abandonar la ciudad, hemos evitado los grupos numerosos por las sospechas que podrían traer. Nos reagruparemos dentro de dos meses, es un tiempo prudente.

Se detuvieron en un callejón alejado del gentío mientras escuchaban que se armaba un alboroto de chismosos y mirones calles abajo. Nadie les prestaba atención a ellos, el desorden inhabitual en los citadinos los estaba cubriendo.

—Estamos cerca de terminar este conflicto de más de cien años —dijo Sefius, con un inusual aire de sentencia. Luego les dedicó a Ítalos y Zuzum una sonrisa afable y una mirada consoladora, sus oscuros ojos se detuvieron brevemente en sus manos entrelazadas. —Te deseo buena suerte, hermano. Pronto se terminará todo.

Sefius se volvió a Emiria y le indicó con un gesto que lo siguiera. Ítalos agradeció aquello pues sabía que ella no iba a desafiar su autoridad. Sin embargo, Emiria vaciló por un instante y antes de marcharse les lanzó una mirada de amargura a él y a Zuzum.

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