XLIII

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Duncan

(Paris- Francia)

Beaumont - Louestault.

Castillo de Beaumont.

1 de marzo de 1802...

Tras el corto viaje en barco y los días en los que duró el trayecto hacia su destino, luchando contra el tiempo, y los baches del camino. Duncan por fin arribaba a la propiedad del que no había dejado de considerar su amigo, sobre su montura, mientras la luminosidad de alzaba denotando que apenas se asomaba el amanecer.

Habiendo descansado el tiempo suficiente para no desfallecer, al igual que el caballo que lo cargaba en su lomo, siendo seguido unos kilómetros atrás por un coche de alquiler con sus baúles, adelantándose al no poder controlar la ansiedad.

Al observar el castillo delante de sus ojos, no pudo evitar rememorar los sucesos del pasado.

Desde su infancia, la cual paso parte de su tiempo en ese lugar jugando y haciendo cualquier tipo de travesuras con Alexandre, que ocasionaba que Lady Céline, la hermosa pelinegra de ojos azules, madre de los hermanos Allard perdiera la cabeza, escapando de enloquecer por los sustos que le propinaban al verlos subidos en los árboles, con rasguños o a veces las ropas desgarradas por los esparcimientos algo subidos de tono, no midiendo las consecuencias de la fuerza que implementaban.

Un recuerdo que le supo amargo, al esta haber desaparecido hace más de media década, al lado de su esposo Lord Adrien Allard, el antiguo Duque de Beaumont, en un fatídico accidente en carretera a causa de unos atracadores.

Con respecto al individuo que intentó ser su mentor, prefería no rememorarlo pese a que mucho tiempo lo vio como el ideal a seguir, pese a todo, pero...

Si era sincero consigo mismo ese lugar le había dado resguardo en los momentos que más lo necesito, en especial cuando su padre siendo tan solo un niño de doce años murió de un ataque al corazón.

Un hombre joven, que a raíz de eso puso en sus espaldas una responsabilidad, que debía aceptar... nunca deseo.

...

Cuando se adentró a la propiedad, y paso por los campos que la franqueaba percibió un aura de luminosidad que nunca había avistado por esos lares.

Un tipo de calidez, familiaridad y resguardo que solo había experimentado con...

Definitivamente su esposa estaba en aquel lugar.

Esa irradiación incandescente, que daba un aire de majestuosidad en todo lo que tocaba solo la sintió con ella.

Era tan cálida su presencia, al igual que su actuar que se hacía imposible no contagiarse de su humor y corazón, ese que era suyo.

Que tuvo en sus manos, y sin contemplaciones le arrebató.

Le añoraba como un sediento, como la salud el enfermo, como un condenado a muerte.

Desde que desapareció de su vida su corazón no latía con regularidad.

Esa pieza que le complementaba se esfumó desde que ella ya no habitaba a su alrededor.

Nunca había experimentado el vacío de la ausencia de manera tan patente, y sonaría patético si lo dijese en voz alta para las personas que le conocían, pero esa pequeña mujer había logrado sin mucho esfuerzo adueñarse de sus actos, de su raciocinio y de cada recoveco de sus entrañas.

De pronto apreció la ansiedad con más arrebato, haciendo estragos al valorarle a tan solo unos metros de su persona. Así que acelerando el paso espoleando su montura, llegó a las puertas de la residencia principal, y de un salto bajó del caballo con la disposición de entrar a reclamarle como un Highland deshonrado, pero se topó con unos ojos azules que lo miraban de forma burlona, en conjunto con una sonrisa torcida que reconocería a kilómetros, sin contar con el cuerpo robusto, que hacía las veces de muro inquebrantable.

UNA OPORTUNIDAD PARA AMAR (LADY ESPERPENTO) © || Saga S.L ||  Amor real IDonde viven las historias. Descúbrelo ahora