Capítulo 7: Marzo, tercer domingo

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Maggie llegó a eso de las 12, justo a tiempo para escuchar a la banda de Benjamín.

Arnau no volvió a dirigirme la mirada en toda la noche. Después de ese fugaz encuentro, mi primer instinto fue fingir que atendía algo importante en el celular. Para cuando le devolví una mirada soslayada, él estaba imbuido en una amena conversación con su grupo. No volvió ni siquiera a dirigir un pestañeo en mi dirección.

¿Acaso lo habría imaginado?

No. Sabía que no tenía una imaginación tan fructífera.

Antes de que Maggie apareciera, me encontré buscándolo cuatro veces y las cuatro veces me reprendí y volví al celular.

Esa sonrisa y ese gesto, tan simples en apariencia, habían generado en mí algo que nunca antes había sentido. Una sensación que no sospechaba cuánto crecería. Tenía la necesidad de repetir esa escena una y otra vez en mi cabeza, como si hubiera un código que descifrar, una clave que se escapaba a mi entendimiento.

Me sentía como envuelta en el hechizo de un poderoso taumaturgo.

Estás loca, Dana —habría dicho Vicente y se habría reído de mis infantiles imaginaciones.

En algún punto, cuando dirigí por cuarta vez mi atención al celular, un par de minutos antes de que Maggie llegara, él simplemente se fue. No supe precisar en qué instante, sólo que cuando levanté la mirada hacia la mesa, él ya no estaba. Y la sensación que dejó fue desconcertante.

Maggie se sentó a mí derecha, justo cuando la banda de Benja empezaba su presentación. Vitoreo un poco cuando se escuchó la primera guitarra. Abrió su cerveza, me acercó una segunda y luego se dejó caer contra el respaldo con aires de cansada.

—Sobrinos —explicó a toda voz—. Me hará bien esto.

Asentí.

—Entonces —volvió a gritar—, dime... ¿quién es Dana Benavente?

Y estoy segura que cuando lanzó esa pregunta, no estaba preparada para el caudal de información que saldría.

Tratábamos de conversar a pesar del volumen de la música. Nos reímos un par de veces intentándolo y nos mensajeamos un par más, cuando no lo conseguimos.

La música no hacía sencillo el ejercicio, pero una cerveza de por medio, buen ambiente y una conversación de gritos al oído, puede sellar la amistad entre dos desconocidas.

En algún minuto pensé en contarle lo de Arnau. Creo que lo pensé más de una vez durante la noche. Pero nunca llegué a concretarlo. No sé si era miedo a que desestimara mi historia, a que le diera más gravedad de lo que realmente tenía o porque en definitiva creía que si la contaba se acabaría y yo quería seguir dándole vueltas por un rato.

Cuando los músicos hicieron un intermedio, Maggie se acercó y con un gesto de complicidad preguntó:

—Entonces... ¿Quién es? ¿Es un ex odioso? ¿Es el chico que te gusta? ¿O un enemigo mortal, quizás?

No entendí a qué se refería.

—El de la mesa, a la derecha —aclaró.

—¿Cómo? —La pregunta me tomó desprevenida.

—¡Vamos, Dana! No has parado de mirarla desde que llegué.

«¿En serio?»

No es que no lo supiera. Bueno, quizás sí, no lo sabía. Al menos, no hasta que Maggie lo dijo. Hasta ese minuto, había mirado sutilmente la mesa una y otra vez, pero sin buscarlo conscientemente.

Le dicen El DemonioWhere stories live. Discover now