Capítulo 13: Abril, tercer jueves

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«Un profesor que a la par que enseña, impone el miedo, no es un buen profesor»

Esa era la conclusión a la que Maggie llegó, después de varios minutos de calcular su mejor oportunidad para aprobar el ramo de ACE, que impartía el terror de último año; Santiago Arnau.

Considerando las notas que ya teníamos en los trabajos y calculando el porcentaje de la prueba con diferentes resultados, Maggie había llegado a la conclusión de que incluso con una nota 3.8, podríamos aprobar el ramo con holgura.

—¿Qué te parece? Creo que aún tenemos una buena oportunidad.

Y seguro la teníamos, así como teníamos una gran oportunidad de fracasar, porque faltaban 3 notas para terminar el semestre. Sin embargo, escapando de la mala vibra que tenía desde la salida del sábado al sindicato, sólo atiné a asentir.

La prueba de ACE había sido devastadora. Arnau tenía la capacidad de darle vuelcos dramáticos a las preguntas. No existían para él, las cuestiones directas y concretas, cada cosa, como su propio pensamiento, eran caminos estrechos y accidentados, que podían llevarte a buen destino o a la muerte.

Tratar de entender sus decisiones o voluntades, era una tarea infructuosa. Y de eso, ya había tenido suficiente en mi vida.

Sin embargo, ahí estaba. Su llamada, ese sábado, me había dejado con un extraño sentir. Más allá del hecho de que hubiera perdido mi billetera y él la hubiera encontrado, el Santiago que me llamó ese día no era el profesor de ACE, no era ese demonio que me resultaba conocido.

Mientras entraba a mi casa e intentaba mantener un tono, mezcla de seriedad y formalidad, Santiago tonteaba al teléfono. Lo suficiente como para saber que había bebido un par de cervezas más después de que me había ido, pero no tantas como para perder la conciencia de lo que hacía. Se sentía jovial y eso desajustaba un poco la forma en que me relacionaba con él.

Para cuando me senté en el sillón de la sala de estar, había entendido que la razón de la llamada, no se relacionaba con la billetera perdida. Pero en consideración a lo ambiguo de su conversación, era difícil determinar el objetivo. Llegado a un punto; consideré que, ni siquiera él lo entendía con claridad y me resigné a esta comedia absurda, que se gestaba en el teléfono.

Reí. Recuerdo haber reído al menos dos veces de algo que dijo. No estoy segura de que la risa haya estado relacionada con el contenido o con el hecho de que era él quién lo decía.

«¡Oye!»

«Dime.»

«¿Qué es lo que quieres, Santiago?»

Y la pregunta se quedó flotando entre el silencio y la noche.

«El lunes, después de clases, pídemela.»

Y cortó.

Ese lunes, sin embargo, no llegó. La prueba la aplicó el Jefe de Carrera. Santiago Arnau había tenido un asunto personal y se había tomado una semana. Una parte de mí se sintió aliviada de la carga de tener que verle siendo el mismo de siempre y la otra parte se pasó la mitad de la prueba recordando esa conversación, que se diluía en el olvido.

 Una parte de mí se sintió aliviada de la carga de tener que verle siendo el mismo de siempre y la otra parte se pasó la mitad de la prueba recordando esa conversación, que se diluía en el olvido

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