Capítulo 1: El Hotel Olympo

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—Tenemos que hablar —dijo, pasando el cepillo por sus cabellos dorados a la vez que se observaba en el espejo del tocador blanco y rectilíneo.

—¿Y sobre qué quieres hablar?

—Ya sabes sobre qué... Se supone que a eso vinimos hasta tan lejos, Pietro... a hablar.

—No me apetece hablar sobre eso ahora —aseguró él, cortante, frío y convencido. Se encontraba sentado en el sofá de terciopelo azul marino, leyendo unos documentos con letras minúsculas y palabras en exceso.

—Planeé este viaje con esa intención, pero si tú jamás piensas hablar, todo esto fue una idiota pérdida de tiempo y dinero —refunfuñó cuando terminó de peinar su cabello para presentarse a la cena que se avecinaba —. Algunas veces siento que esta relación no te importa, que me ves como un mueble más que se interpone en tu camino, como un estorbo. —Se puso en pie para buscar la mirada de su esposo, pero él no apartaba los ojos de los documentos.

—No he dicho que no vayamos a hablar al respecto. Lo haremos, Jill, pero simplemente no quiero hacerlo ahora mismo. La cena es dentro de unos minutos y...

—¡No saldrás de la habitación! —exclamó ella, aproximándose a la puerta de ébano que era tan oscura como el cielo de aquella noche; la aseguró, deslizando el pasador de bronce, y luego se dispuso a buscar las tarjetas que funcionaban como llave.

No tardó en tener en sus manos lo que deseaba. Era sencillo encontrar algo en aquella habitación tan ordenada y minuciosamente decorada. Cada mueble, cada textura, cada color y cada objeto se conjugaban para dar lo mejor de sí y formar un espacio que invitaba a la relajación y al descanso. Por su parte, Pietro no se movió para evitar que ella llevara a cabo su cometido, permaneció bajo una lámpara que enviaba luz sobre su cabeza, permitiéndole leer con claridad.

Con las tarjetas en la mano, Jill se dirigió a la repisa sobre la cual reposaban varios licores y vasos transparentes. Tomó la botella de vodka porque, aunque despreciara su sabor, era lo más fuerte que había. Sirvió un poco del licor en el primer vaso que se cruzó en su camino y no tardó en sentir el fuerte aroma a alcohol. Su nariz había repudiado los olores fuertes toda la vida y emitió un gesto de asco, pero no por ello se detuvo. De un sorbo bebió el vodka y su rostro se contrajo.

—¡Maldita sea! ¡Esto es repugnante! —gruñó, asqueada. Pietro esbozó una sonrisa y ella lo advirtió con claridad —. Búrlate todo lo que quieras —le dijo —, me importa una mierda. —Dio unos cuantos pasos y terminó por dejarse caer en el sofá, junto a su esposo.

—El alcohol nunca han sido lo tuyo, Jill —dijo Pietro con voz suave, doblando su cuello y descargando el peso de su cabeza sobre el hombro de su esposa.

A ella le encantaba cuando le decía "Jill" de esa manera. Le recordaba a los viejos tiempos cuando eran recién casados y parecían más novios que esposos, pasando los días y las noches recorriendo las calurosas playas del Sídney estival, asistiendo a festivales y surfeando las olas del océano Pacífico.

Pero distinto a Pietro, la mayoría de las personas la conocían por su primer nombre: "Claire". Jill era simplemente la contracción de su segundo nombre: "Jillian", y solo su esposo la llamaba así, lo había hecho desde el primer momento en que la conoció. Habían pasado cinco años desde entonces cuando era mitad de verano y Sídney estaba más viva y alegre que nunca. Los turistas abundaban y los locales también. La diversión no era ajena a nadie. Pietro jugaba voleibol en la playa y ella tomaba el delicioso sol. Una de sus miradas pícaras bastó para que él se acercara a hablarle.

—¿Recuerdas lo que me dijiste en la noche del día en que nos conocimos? —preguntó, y Pietro asintió. Ya había dejado de leer los documentos para centrar su mirada en dos estatuillas de tamaño considerable que ocupaban espacio en la mesa de centro; eran de estilo griego antiguo.

Olympo en PenumbraWhere stories live. Discover now