Capítulo 19: Amelia Elizabeth Wilde, la actriz

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—Dame Amelia Elizabeth Wilde, adelante, por favor —dijo Claire, sosteniendo una de las grandes puertas rojas que conducían a un oscuro recinto.

—Gracias, doctora Davenport —dijo la actriz, caminando lenta y coquetamente para cruzar el umbral —. Gracias por haber decidido entrevistarme en este teatro. ¡Me hace sentir como en casa!

—Esa era la idea, Dame Wilde.

Las dos mujeres, ambas de cabellos rubios y cuerpos delicados, se sumieron más en el lugar, caminando a través de los pasillos y rodeadas por montones de sillas abandonadas. Las únicas luces encendidas eran las del escenario, porque Claire así lo había dispuesto para que la señora Wilde se sintiese como en su propia película.

—No se moleste en evadir temas o no preguntarme lo que quiera por miedo o vergüenza, doctora Davenport —dijo la actriz —. Estoy muy acostumbrada a todo tipo de preguntas e intromisiones en mi vida. Ya sabe usted que en el mundo del espectáculo la prensa no perdona un descuido y tampoco respeta la vida privada. ¿Le molesta si subo al escenario?

—No hay problema. Puede hacer lo que la haga sentir más cómoda.

Amelia Wilde se aproximó a los peldaños del escenario y con ayuda de sus manos elevó su vestido morado con miles de capas para no tropezare en el ascenso. Subió las escaleras como una diosa y sus tacones no tambalearon ni un poco.

Allí arriba, en el escenario, Amelia Elizabeth Wilde cambió su actitud por completo. Anduvo a lo largo y ancho de la tarima sin decir palabras, contemplando cada detalle que podía. Hizo una pequeña danza delicada, varias expresiones faciales incomprensibles y, por último, se ubicó en el centro, extendió los brazos hacia los lados y observó a Claire, ansiosa porque el interrogatorio iniciara.

—Dice en su pasaporte que tiene 48 y nació en Coventry, Reino Unido. —La señora Wilde asintió.

—Allí aprendí las claves de la actuación. Como verá, mi familia era muy pobre. Mi madre era costurera y mi padre zapatero y fui el único producto de su amor, pero también fui un error. Ambos eran conscientes de que traer niños al mundo en semejante pobreza no era sensato, sin embargo, nací. Desde pequeña me gustó el lujo y la ostentosidad, y como mis padres no podían ofrecérmelo, tuve que conseguirlo de alguna forma.

—Quiere decir que usted...

—¡No! —interrumpió Dame Wilde rápidamente —, no robé, nunca lo he hecho ni lo haría. Conseguía lo que quería de formas mucho más honestas, y mi bello rostro y mi encanto me ayudaron por montones. Era una especie de limosnera, por llamarlo de alguna forma. Me acercaba a las tiendas e inventaba alguna historia trágica dejando así a las personas con el corazón en la mano. La mayoría no se rehusaba e incluso, a veces, me daban más de lo que pedía. Con el paso del tiempo, como es obvio, fui creciendo, y ya no podía usar la misma estrategia. Así que cuando mi belleza ya no era infantil sino más coqueta, tuve que cambiar de estrategia. Me gustaba frecuentar los vecindarios adinerados de Coventry donde jamás faltaban los guapos y jóvenes caballeros de familias adineradas que no podían resistirse a mis encantos y yo... yo fui una fanática del amor gran parte de mi vida. Me encantaba enamorarme perdidamente, pero inevitablemente el aburrimiento llegaba a mí más rápido de lo que podía presupuestar y tenía que buscar alguien nuevo.

—Dame Wilde, disculpe si la interrumpo, pero no puedo escuchar absolutamente todo lo que tiene para decir. No hay tiempo. El Señor Mundo quiere un nombre y se lo tendré que dar en menos de dos horas...

—No es que yo quiera hablar más de la cuenta, doctora Davenport, es que, si desea saber sobre mi relación con el señor Henry Preston Blackwood, debe escuchar atentamente lo que tengo para decir.

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