0. Prólogo

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El arrebol del cielo me hipnotizaba de una manera indescriptible, la paz que transmitía era inigualable; no podía dejar de admirar aquella maravillosa escena. Mientras contemplaba el atardecer, recordé que solo me quedaba un día de vida. Al principio, sentí un poco de tristeza, ya que no quería dejar a mis familiares; pero en ese momento pensé:

«¿Por qué te agobias por eso? Recuerda: la muerte es algo que todos tenemos en común; nadie puede escapar de ella. Si el destino dicta que tu vida ha llegado a su fin, pues acéptalo con dignidad: al fin y al cabo, no tienes otra opción».

23 de febrero de 2013

A la mañana siguiente, desperté con un leve dolor de cabeza, los rayos del sol iluminaban mi rostro, lo cual me hacía sentir incómoda. Después de restregarme los ojos un par de veces, observé hacia el lado izquierdo de mi camilla y vi a mi madre hincada en el suelo. Noté que estaba profundamente dormida, sin embargo, sentí que tomaba mi mano con mucha fuerza. Su anillo de oro refulgía bajo los fuertes rayos del sol. Mi padre le había regalado dicho accesorio el día de su décimo quinto aniversario. Era curioso: a simple vista, se podía deducir que era un anillo barato y corriente; no obstante, su costo era realmente alto. En ese instante, mi mamá despertó de un salto.

—¿Qué pasó? —preguntó, un tanto exaltada.

Instantáneamente le respondí:

—Mamá, no te preocupes, estoy aquí.

Ella suspiró y se tranquilizó.

—¿Cómo te sientes, hija mía? —me preguntó mientras se restregaba los ojos.

—Estoy bien, madre —le respondí con una enorme sonrisa.

—Solo te queda un día de vida, ¿verdad? —La tristeza nubló sus facciones.

—Así es, mamá, únicamente me queda un día de vida...

Ella cerró sus ojos y comenzó a llorar. Sus lágrimas caían sobre sus frías y pálidas manos. Sin pensarlo dos veces, tomé su mano y le dije:

—Mamá, yo siempre estaré contigo, en tu corazón...

Sus ojos verdes se tornaron como un cristal, acariciaba mi cabello mientras me miraba con ojos de dolor. Ya eran las seis y media de la mañana, mi padre no se encontraba con nosotras en ese momento, ya que él se estaba encargando de todos los asuntos relacionados con el funeral: la ceremonia de despedida, el ataúd, etc.

Es hermoso observar el amanecer: estos transmiten mucha tranquilidad y motivación, no obstante, prefiero la belleza de los atardeceres. Mi madre soltó mi mano y se dispuso a preparar mis maletas. Hoy será el último día que saldré y veré las maravillas del mundo. Lo que ansiaba hacer, era ir al mar y sumergir mis pies en sus frías aguas. Me sentía tan bien: de mis ojos no brotaban lágrimas y tampoco tenían ojeras, estaban muy abiertos y poseían un brillo inmenso. Mi madre, asombrada, me preguntó:

—Hija, ¿por qué no lloras?

—Porque no vale la pena derramar más lágrimas, mamá; al contrario, es mejor repartir sonrisas y tener una vibra positiva —le respondí con una voz dulce y apacible.

—Eres incluso más fuerte que yo, hijita —expresó, tratando de contener el llanto.

Me abrazó y recibí su calor. Una ola de recuerdos de mi infancia inundó mi cabeza. Después de nuestro pequeño momento afectivo, mi madre procedió a secarse las lágrimas y me dio un beso en la frente. Ya dentro del auto, comencé a escribir esta pequeña parte de mi día. Estaba ansiosa, ya que por fin iba a salir de ese solitario lugar; quería sentirme libre de preocupaciones. La felicidad me invadió por completo, porque estaba a punto de hacer cosas que nunca antes me había atrevido a hacer.

 La felicidad me invadió por completo, porque estaba a punto de hacer cosas que nunca antes me había atrevido a hacer

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