6. Una triste noticia

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24 de julio de 2012

Los intensos rayos del sol se colaban por los enormes ventanales de la habitación e iluminaban el rostro de Francini y el mío. Las largas cortinas de marquiset se movían al ritmo del viento, la vibra mañanera transmitía tranquilidad y alegría. Abrí mi ojo derecho y observé el reloj; eran las ocho de la mañana. Me puse de espalda contra la pared, froté mis ojos y miré la camilla de Francini. Después de un rato, la vi moverse durante unos segundos, eso quería decir que estaba a punto de levantarse. Mientras esperaba que mi amiga despertara, levanté mi cabeza hacia arriba para distraerme un poco. Enfoqué toda mi atención en las placas de yeso del cielo raso, no pensaba en absolutamente nada, era algo extraño en mí: siempre solía pensar en alguna cosa.

—¿Reflexionando sobre la vida? —preguntó Francini con una voz ronca y perezosa.

Bajé la mirada para saludarla. Su cabello estaba enredado y desordenado. Hablaba mientras se restregaba los ojos.

—Tengo mucha pereza, no me quiero levantar. —Ella bostezó.

—Pues yo tampoco quiero, pero...

—Así es la vida —agregamos ambas al mismo tiempo.

La enfermera irrumpió en la habitación y con una voz risueña nos preguntó:

—¿Cómo amanecieron, señoritas?

—Bien —respondimos ambas.

—¿Les gustaría ir al jardín? Aprovecho para decirles que es obligatorio salir, aunque sea una vez al día, es por su salud.

—¡Nos encantaría! —expresamos ambas, alegres por su propuesta.

Nos bajamos de la camilla y salimos de la habitación. Mientras avanzábamos, los conserjes limpiaban el largo y ancho corredor mientras nos miraban con detenimiento. Para no tener que bajar las escaleras, decidimos tomar el ascensor; bajar del cuarto piso hasta el primero caminando sería una completa tortura.

El piso número uno estaba repleto de personas, muchas retiraban medicamentos, otras entregaban papeles, ya saben, lo normal en un hospital. La enfermera abrió dos puertas de cristal ubicadas al costado oeste del Departamento de Psiquiatría, lo que indicaba que ya estábamos a punto de llegar al jardín. El lugar era maravilloso: había unas cuantas bancas elaboradas con madera de acacia, mesitas con techo, muchas flores, frondosa vegetación y un pequeño árbol. Francini me miró, estupefacta.

—¡Esto sí que es una maravilla! —comentó la mujer, sonriente.

—Me alegro de que les haya gustado —expresó la enfermera—. Las dejaré solas por un momento, el doctor Collins me necesita.

Ambas caminábamos mientras charlábamos sobre nuestras vidas.

—Cuéntame, Viviana, ¿tienes esposo o hijos? —preguntó Francini, mirándome en busca de una respuesta.

—Tenía. —Mi sonrisa se fue apagando con el pasar de los segundos—. Perdí a ambos en un accidente automovilístico...

Un fuerte viento sacudió el frondoso árbol, las hojas de este comenzaron a caer sobre el césped y unas cuantas descendieron hacia nuestro cabello.

—Lo siento mucho, Viviana... —expresó mi amiga, acompañando su comentario con un gesto de tristeza—. Fue un error haberte hecho esa pregunta.

—No te preocupes. —Esbocé una sonrisa—. ¿Y qué me dices de ti, Francini?

—También estaba casada, pero mi marido era un imbécil; él fue el que me contagió la enfermedad. Tomaba mucho alcohol y siempre iba a clubs nocturnos, para, ya sabes, «satisfacer sus necesidades». Para su mala suerte, una de esas mujeres tenía sida y pues, pasó lo que pasó. Siempre llegaba borracho a la casa y lleno de ira, se desquitaba conmigo y con mis dos hijos, ¿lo puedes creer? En verdad era un cobarde. Después de tantos años de abusos y maltratos, un día me harté de sus actitudes y le quebré una botella de cristal en la cabeza, le grité una infinidad de cosas, pero lo mejor que le dije fue: «¡Si vuelves a tocarme a mí o a mis hijos, juro que te mato, desgraciado!». Ja, ja, ese fue un gran día.

Una Vida FelizWhere stories live. Discover now