20. La comida.

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La ansiedad se me fue reduciendo conforme me acercaba a la habitación de mi hermano

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La ansiedad se me fue reduciendo conforme me acercaba a la habitación de mi hermano. Una vez ahí desapareció por completo, dando lugar a una extraña calma. Aquel planeta verde que había quedado ya tan lejos, no era mi verdadero hogar. Mi hogar estaba dividido en dos y una parte estaba atrás de aquella pared.

—¿Por qué estás tan segura de que le pasó algo malo? —me preguntó Karina, al cabo de varios minutos de verme contemplar una pared vacía.

—Uno conoce a los suyos —murmuré en automático.

—Anda, cuéntame —pidió llamando mi atención. 

Karina estaba sentada con las piernas cruzadas y ambas manos sosteniendo su barbilla, curiosa a mí respuesta. Por primera vez su pecoso rostro estaba sereno, sin rastros enérgicos en él, por lo que pude observar con detenimiento su ligera asimetría. Esa irregularidad debía ser la razón por la que siempre llevaba su pelirroja melena suelta.

—Adam siempre fue un chido dulce —respondí, regresando mi vista al muro que me separaba de mi hermano—. Era el menor y le tocó todo el amor. Siempre gentil, cariñoso, conversador y amable. Pero estaba acostumbrado a cosas agradables, no podía llevar bien lo negativo —expliqué cabizbaja—. Ni hablar de cómo se puso cuando murió papá.

—Lo lamento —dijo enseguida, colocando una de sus manos en mi rodilla—. Esa maldita pandemia nos quitó mucho.

—Él murió antes de eso, el cáncer nos lo quitó —objeté con tristeza—. Pasaba sus días en cama, leyendo libros y recordándonos el sentido de la vida. Siempre deseando que sus hijos fueran dignos.

—¿Dignos de qué? —inquirió.

—De una vida ideal. Él tenía unas ideas particulares respecto a la muerte y a la vida.

Karina se quedó callada y yo me arrepentí de lo que acababa de decir. Ese tema era algo muy personal, ¿por qué estaba contándole?

—¿Era religioso?

—No, al menos no de lo convencional. En fin, la idea no es esa —respondí con incomodidad, moviendo mis hombros y estirando las piernas—. La idea es que Adam creció con poca tolerancia a lo negativo. Nunca lo dejamos ponerse triste, así que cuando no estuvimos la tristeza casi se lo come. Nunca lo dejamos resolver problemas y cuando los tuvo no supo manejarlos. Yo le llevaba diez años y mis padres anhelaban un varón, equivocarnos fue fácil.

—¿Te culpas por eso, verdad? —detectó Karina, levantando una ceja—. Te incluyes en el problema, cuando la responsabilidad pues es de los padres.

—Desde que nació me prometí cuidar de él.

—Ya sé. También soy hermana mayor. Pero no adquirí papel de madre nunca, porque sabía que no era mi problema. Ahora si lo es.

—Ya veo —dije arrugando las cejas.

Sabía que ella podía tener razón. A veces me atribuía responsabilidades que no me correspondían. Sin embargo yo era feliz con eso. Era algo que había decido por voluntad propia; cuidar de mi hermano menor nunca fue un peso para mí.

Extraídos del planetaWhere stories live. Discover now