Capítulo 3. Conejitos.

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Zachariah

No podía. No podía verla y fingir que ella no representaba todo el dolor que sufrió mi madre. No podía ir allí, tomarla en mis brazos y no recordar las horribles cosas que vi de como sus padres la hacían. Y uno de ellos estaba muerto y el otro... El solo pensar en que una madre sea capaz de abandonar a un hijo hacía que mi sangre hirviera. Pobre pequeña. Yo era lo único que le quedaba. Y mi madre... Mi madre era una loca con un corazón enormemente grande. Yo sabía que no habría sido capaz de dejar a la niña en un orfanato. Había pensado en frío, con la mente en blanco. Pero yo no era así. No era frío. Jamás podría hacerle eso a una pobre criatura. Y mi madre presionó esto. Ahora la pequeña Sabrina era parte de nuestras vidas. ¿Cómo diablos iba yo a criar una niña?

La puerta de mi habitación se abrió y entró Lia con la pequeña en sus brazos. Aparté la mirada. ¿Acaso no me entendía?

—Te has pasado una hora aquí dentro— dijo ella suavemente encongiendose de hombros.

¿Una hora? Estuve tan perdido en mis pensamientos que no me di cuenta del tiempo.

—Lo siento.  No me di cuenta. No pretendía desaparecer por tanto tiempo.

Lia suspiró. —Lo sé — dijo y bajó la mirada al bulto entre sus brazos. Sonrió y se acercó a mí, sentándose a mi lado en la cama. Inclinó la pequeña hacia mí. Yo sólo la miraba a los ojos. Esos ojos marrones dulces que ella tenía. Vi entendimiento en ellos, pero también esperanza. —Sólo tienes que mirarla. Mírala y sé que caerás rendido a sus pies. Ella es tan dulce que no podrás evitarlo.

Tragué saliva. Tenía que hacerle frente a esto. Respiré hondo y bajé la mirada hacia aquel pequeño rostro que me había negado a ver. El aire se retuvo en mis pulmones por un segundo antes de salir todo junto y dejarme sin aliento. Ella era... preciosa. Sus pequeños cachetitos daban ganas de apretujarlos. Tenía las pestañas increíblemente largas para ser un bebé. Parecía una muñeca. No tenía pelo en su cabecita y todo su bello era fino. Estiré mi mano para tocar una de sus cejas y comprobar que eran tan suaves como se veían. Lo eran. Acaricié su naricita con curiosidad y ella abrió los ojos. Un par de ojos verde claro me miraron fijamente. Su boquita se abrió y se cerró. Y luego volvió a abrirla. Bostezó.

Una risa llegó a mis oídos. —Creo que tiene hambre— dijo Lia.

Levanté mi vista hacia ella.  Lia se levantó con la niña en brazos dispuesta a irse y fruncí el ceño. Aún quería verla y acariciarla... Y mimarla. Sostenerla.

—¿Crees que yo um... pueda tenerla hasta que vas por su comida?— pregunté algo inseguro. No sé de dónde había salido esta necesidad.

Lia se volvió con una sonrisa enorme en el rostro. —Claro. Sólo siéntate bien y te la daré.

Me indicó cómo hacerlo y cómo colocar mis brazos. Y entonces me la entregó. No pesaba nada y parecía tan frágil. Estiré una mano y tomé su pequeña manita. Era tan chiquita. Verla así tan inocente hizo que una extraña sensación me recorriera el pecho. La protegería. Sería el mejor hermano mayor del mundo. Y entonces me di cuenta. Que todo el tiempo que llevaba observándola no había pensado en nuestro padre. O en su madre. No había pensado en lo que me hacia rabiar, en el dolor. Y me di cuenta que ella era tan inocente en todo esto que haría lo posible por protegerla. De todo. Me convertiría en su protector. Haría todo por ella.

Un biberón apareció en mi línea de visión y me di cuenta que no había escuchado a Lia salir y entrar otra vez en la habitación.

—¿Quieres darle tú?— preguntó con una sonrisa que le podría partir el rostro en dos.

Dime que aún me amas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora