«¡Miserable Paris, el de hermosa figura, mujeriego, seductor!»

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Homero. Ilíada. CANTO IV.

Diane se puso en pie a toda prisa y se acercó al recién llegado antes de preguntar:

—¿Has encontrado algo?

Observé estupefacta a las tres mujeres que se encontraban conmigo en el salón y que miraban la escena como si el hecho de que alguien apareciese como por arte de magia fuese una cosa de lo más normal.

El entendimiento cayó sobre mí como un balde de agua fría: ellas le conocían.

El joven negó con un gesto de cabeza:

—¿Y vosotras? —preguntó.

—Ha visto al Consejero —contestó Mel al tiempo que me señalaba con un gesto de cabeza—. Acabó con el daimon que se presentó en su casa.

—¿Daimon? —inquirí, confusa—. ¿Qué narices es un daimon*?

—Un ser a medio camino entre los mortales e inmortales —contestó Mel con simpleza. Ante mi gesto de incomprensión, añadió—: Digamos que es algo así como... —dudó unos segundos, como si tratar de explicarlo fuese tremendamente complicado—. Como un mensajero.

—Como Hermes, pero menos metomentodo —atajó el joven desconocido, arrancándole una sonrisa sincera a mi amiga.

—¿Quién es Hermes? —volví a preguntar.

Me sentía como una estúpida farfullando palabras inconexas, pero, dadas las circunstancias, no se me ocurría otra cosa que hacer. Salvo gritar como una energúmena hasta que alguien se dignase a explicarme qué estaba pasando, y no me parecía la solución más madura.

Mis constantes interrogantes atrajeron la atención de aquel hombre misterioso, quien me miraba con cierto aire de superioridad. Me puse en pie casi por instinto, quedando cara a cara con él. Todo a su alrededor gritaba peligro; emanaba una mezcla de belleza y muerte. Una sonrisa ladina se formó en sus labios al tiempo que tomaba un mechón de mi cabello, con el que jugueteó entre sus dedos.

—Debo reconocer que te recordaba más alta.

—Te conozco —comenté casi para mí misma.

Sus ojos continuaron fijos en el mechón que sostenía hasta que los posó sobre los míos.

—Todo el mundo me conoce, preciosa.

Un bufido generalizado, procedente de las tres mujeres que se hallaban con nosotros, llegó hasta mis oídos, provocando que la sonrisa del hombre se ensanchase.

—Me refiero a que te he visto antes —aclaré—. Te vi en Santorini, hace dos años, y en el funeral de mi hermano.

«Y en unas fotografías de la Segunda Guerra Mundial», pensé, aunque no lo dije en voz alta, ya que posiblemente era algún antepasado. Era imposible que fuese él.

Miré a mis amigas en busca de cualquier indicio que me hiciese saber que ellas estaban tan confundidas como yo, pero no parecían sorprendidas.

Ellas lo sabían todo.

El joven extendió un brazo en mi dirección a modo de presentación antes de decir:

—Apolo —comenzó—. Dios de las artes, el tiro con arco, la muerte súbita y un largo etcétera.

Alterné la vista entre su mano, su rostro y las expresiones dubitativas de mis amigas.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora