«¡Perezcan todos los de Ilio, sin que sepultura alcancen ni memoria dejen!»

153 32 2
                                    

Homero. Ilíada. CANTO VI.

La vida parecía haber abandonado el cuerpo de cuatro de los cinco dioses que me acompañaban en la mesa. Sus expresiones eran de lo más dispares, e iban desde la absoluta estupefacción hasta el horror más sincero. Para ellos yo no había sido más que una mortal a la que proteger; una joven inocente cuyo destino se había visto truncado por una profecía pronunciada hacía miles de años, pero eso había cambiado. Ahora conocían mi verdad: era una criminal.

Mi primera reacción tras confesar mi mayor secreto fue observar a mi mejor amiga a la espera de una reacción, la que fuese, pero la diosa me miraba sin verme, atónita. Diane parpadeó varias veces antes de enfocar sus bonitos ojos azules en mí, pero, para mi consternación, no dijo nada. Hubiese preferido cualquier tipo de reacción, por desmesurada que fuese, a ese silencio.

Extendí un brazo en su dirección, tratando de tocarla, pero rehuyó mi tacto.

—¿Qué has dicho? —preguntó Apolo. Era obvio que todos me habían escuchado, pero parecían demasiado reacios a creerme—. ¿Sophie?

Inhalé a conciencia, tomándome unos segundos para tratar de ordenar mis pensamientos.

—Es un virus de laboratorio —reafirmé—. Forma parte de un proyecto de colaboración entre los gobiernos chino y estadounidense para ganar tiempo para el desarrollo de la vacuna del CHRYS–20.

—¿Colaboración? —Afrodita lucía realmente afectada.

Asentí despacio.

—Necesitábamos evitar la expansión masiva del CHRYS–20, ya que nunca nos habíamos enfrentado a un virus con esa tasa de mortalidad —expliqué—. Por eso soltamos un patógeno que pudiese desatar el caos, pero para el que tuviésemos una vacuna que comercializar cuando llegase el momento. —Me coloqué algunos mechones sueltos tras las orejas y suspiré—. Como sabréis, las cosas no salieron como planeamos. Nada de lo que vivimos tendría que haber sucedido, pero la transmisión fue muy acelerada y el sistema mundial de salud colapsó.

El silencio que sucedió a mi explicación era tan incómodo que mi primer impulso fue levantarme y salir corriendo de allí, pero no lo hice. Necesitaba sentir esa culpabilidad para asegurarme de que las muertes que había causado no se borrasen jamás de mi mente. Me merecía todas aquellas miradas de reproche, así que las afronté como pude.

—No puedo creerlo... —Diane no daba crédito. Me miró a los ojos, permitiéndome conocer el dolor que reflejaban los suyos—: ¿Por qué no me dijiste nada, Sophie? ¡Pensé que éramos amigas!

No creía que ella fuese la más indicada para hablar de secretos, teniendo en cuenta la magnitud del suyo, pero era capaz de entender su aflicción.

—¡Porque me daba vergüenza! —confesé, alzando la voz—. ¿De verdad piensas que es algo de lo que me sienta orgullosa? —Las lágrimas no tardaron en llegar—. ¿Sabes cuánta gente ha muerto por nuestra culpa? ¡Se suponía que mi trabajo era ayudar!

Diane abrió la boca para replicar, pero Atenea nos interrumpió:

—Es suficiente, Artemisa. No creo que ninguno de los que estamos en esta habitación estemos en condiciones de reprochar nada a nadie —resolvió. La miré sorprendida ante el tono duro que empleó contra su hermana, quien agachó la cabeza avergonzada—. Lo importante ahora es saber qué vamos a hacer para evitar que la situación empeore.

—Odio decir esto —comenzó Apolo—, pero Atenea lleva razón. Lo importante ahora es saber cuál será nuestro siguiente paso.

Mi amiga apoyó ambos codos en la mesa y se pasó las manos por el rostro con frustración. Cuando hubo terminado, asintió en dirección a Atenea, haciéndole saber que estaba de acuerdo con ambos. Supe, por cómo Diane evitaba mirarme, que, una vez solas, teníamos muchos asuntos que aclarar.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora