«¡Oídme todos para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta!»

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Homero. Ilíada. CANTO VIII.

Un ronroneo abandonó mis labios cuando, tras ponerme en pie sin apenas dificultad, alcé los brazos sobre mi cabeza, permitiendo que mis músculos se estirasen tras llevar horas en la cama. Y es que aquella había sido mi rutina durante los últimos días: reposar, reposar y reposar. Tras mi desafortunado encuentro con Poseidón me encontraba tremendamente débil, a pesar de que mis heridas estaban completamente curadas. Esto último, y obviando mi creciente resentimiento hacia él, debía agradecérselo a Apolo, cuyos dones habían acelerado el proceso de consolidación de mis huesos.

De un vistazo rápido localicé mi teléfono en la mesa que se había convertido en el centro de operaciones de todas mis investigaciones divinas durante las últimas semanas. Mis dedos se movieron raudos sobre la superficie acristalada del terminal buscando el contacto de mi madre en la agenda. Ya estaba anocheciendo, por lo que en París sería poco más de medio día, lo que suponía el momento idóneo para llamar a mis padres. O eso creí hasta que el pitido que indicaba la ausencia de respuesta al otro lado de la línea me hizo saber lo contrario. Gruñí con frustración, permitiéndome aquella actitud infantil en la intimidad de mi habitación. Lo cierto era que echaba muchísimo de menos a mis padres; más que de costumbre. Los últimos acontecimientos habían hecho que una parte de mí, aquella pueril y necesitada de protección, cobrase fuerza desde lo más profundo de mi ser.

A sabiendas de que no iba a conseguir localizarles, pues seguramente estuviesen ya inmersos de lleno en el trasiego de la actividad parisina, decidí salir de las cuatro paredes en las que había vivido encerrada hasta el momento. Abrí la puerta de la habitación despacio, asomándome con el objetivo de escuchar cualquier sonido que me indicase la presencia de alguien en el apartamento. Siempre le había concedido mucho valor a la soledad, pero ese sentimiento se había agudizado durante las últimas semanas; aquellas que había pasado rodeada de personas desconocidas o de otras a las que había creído conocer. Aquel hecho, sumado a la desconfianza que parecía corromper mi cuerpo paulatinamente, no hacía sino aumentar mis ganas de salir corriendo de allí, alejándome de todo y de todos.

Era plenamente consciente de mi comportamiento huraño, pero aquel recelo provenía de una parte primitiva de mi sistema en la que el juicio no estaba presente. Y, a pesar de la gravedad de la situación, ese no era el verdadero problema. El problema era que no era capaz de excluir a nadie de aquel rechazo. A fin de cuentas, Elijah —«Poseidón», me corregí— había sido una constante en mi vida durante meses y eso no le había impedido casi acabar con ella. Y mucho menos con la de mi hermano. El dios se había infiltrado en mi cotidianeidad de la misma manera que Diane, Mel o Lizzy, por lo que no podía evitar preguntarme cuáles eran las verdaderas intenciones de estas para conmigo. ¿Qué les impedía a ellas traicionarme? ¿Acaso la relación que nos unía era un motivo suficiente para evitar que, llegado el momento, acabasen con mi vida? No estaba dispuesta a averiguarlo, por lo que lo mejor era evitar que nadie traspasase los muros de mi vulnerabilidad hasta nuevo aviso.

Dispuesta a acabar con aquellos pensamientos negativos que me carcomían, abandoné la habitación para emprender mi camino hacia la cocina. Y es que una de las cosas que había podido averiguar durante mi recuperación era que el aumento de la demanda metabólica que suponía la acelerada regeneración ósea provocada por Apolo, se traducía en un hambre voraz y, por consiguiente, en un asalto continuo a la nevera. La cocina se encontraba tal y como la había dejado tras mi última visita, apenas unas horas antes, aunque con la diferencia de que, en ese momento, había una figura masculina apoyada con aire desganado contra la mesa ubicada en un lateral.

Encontrarme de frente con Apolo tras llevar días evitándole me dejó completamente pasmada, pero no me permití el lujo de exteriorizar mi sorpresa. En su lugar me erguí todo lo que fui capaz y espiré con lentitud el aire que había estado conteniendo. El dios me miraba fijamente, atento a todos mis movimientos, con una expresión indescifrable que contrastaba notablemente con su apatía habitual. Lo primero que vino a mi mente al verle fue el momento exacto en el que Diane y él aparecieron en mi apartamento, salvándome de las garras de su tío. Ese instante parecía no querer borrarse de mi cerebro, que se recreaba en la mirada fiera que el dios del sol le dedicó a Poseidón. Aquel día, en mi apartamento, no hubo nada del dios indolente al que yo estaba acostumbrada. Esa tarde presencié al dios despiadado que narraba la mitología.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAOnde as histórias ganham vida. Descobre agora