«¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste?»

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Homero. Ilíada. CANTO XIII.


La mirada pétrea de la diosa de la sabiduría me recibió cuando entré en la naos a la carrera. Su cuerpo, cubierto con una larga túnica que le caía hasta los pies y adornado con la égida, se alzaba imponente ante mí, alcanzando varios metros de altura. Nunca había entrado allí, pues solo podían acceder sus sacerdotes y sacerdotisas, pero no tenía otra opción. Aceptaría gustosa el castigo que la diosa quisiese imponerme ante mi atrevimiento.

La frialdad del mármol bajo mis pies descalzos envió un escalofrío a todo mi cuerpo, pero no me detuve. Corrí hasta la parte posterior del pedestal y me escondí tras él, pegando la piel desnuda de mi espalda contra la superficie marmórea. Los gritos desesperados de mi pueblo llegaron a mis oídos, filtrándose a través de las paredes y arrancándome lágrimas de puro dolor.

Yo sabía que esto ocurriría: Troya estaba destinada a perecer.

Unos pasos resonaron en el interior del habitáculo. Llevé ambas manos a mi boca, cubriéndola para evitar que cualquier sonido, por mínimo que fuese, saliese de ella. El terror hacía que mi cuerpo temblase de manera descontrolada, pero traté de mantener la calma. El recién llegado guardó silencio durante varios minutos hasta que finalmente habló:

—Los dioses te han abandonado.

Me había encontrado.



Un grito ahogado brotó de mi garganta, haciendo que el sabor de la sangre no tardase en llegar a mi lengua. El miedo aún no había abandonado mi cuerpo cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par. La madera crujió al impactar contra la pared. A ello le siguió el estrépito de los cristales al hacerse añicos cuando varios de los marcos que decoraban las paredes del cuarto de invitados de Diane quedaron destrozados contra el suelo.

Apolo irrumpió en mi habitación como un rayo de luz brillante, aparentemente capaz de calcinar de un plumazo aquello que estuviese perturbando mi descanso. Su actitud amenazante menguó de manera evidente al comprobar que yo me encontraba completamente sola en la habitación. La preocupación, sin embargo, continuó presente en su rictus al contemplar cómo lágrimas descontroladas humedecían mis mejillas.

Traté de reprimir el hipido rítmico que el llanto me había causado, sintiéndome repentinamente estúpida por permitir que una simple pesadilla hubiese influido tan severamente en mi estado de nervios. Me incorporé tan rápido como el entumecimiento de mis extremidades me lo permitió, apoyando la espalda contra el cabecero de la cama.

—Lo siento —dije con la voz corrompida por las lágrimas—. Una pesadilla.

Apolo no contestó de inmediato, sino que se limitó a observarme durante varios segundos, posiblemente tratando de discernir cuál sería su siguiente movimiento. Sin saber muy bien qué era lo que estaba pasándole por la cabeza en ese momento, me relajé cuando el dios dio un paso hacia delante, adentrándose en mi habitación. En completo silencio avanzó hasta los pies de mi cama, donde tomó asiento. Reconocí una rigidez poco frecuente en él en su forma de sentarse, como si no estuviese del todo cómodo en mi compañía. La sola posibilidad de que aquello fuese cierto me hizo querer gritar.

—Te ocurre a menudo —comentó. Ante mi mueca de desconcierto, se vio obligado a aclarar a qué se refería—: Las pesadillas.

No era una pregunta. Él no necesitaba corroborar aquella información, porque ya la sabía. Era más que probable que hubiese escuchado lo intranquilos que se habían vuelto mis sueños últimamente. Quise saber cuántas veces, de la infinidad en las que me desperté llorando, me había oído. Pero tampoco lo pregunté, porque no precisé saber que la respuesta era «todas».

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADATahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon