«El mejor agüero es éste: combatir por la patria»

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Homero. Ilíada. CANTO XII.


Los bordes irregulares de las cicatrices que lucía la delicada piel de mi antebrazo resultaban demasiado grotescos a la vista como para mantenerla fija en ellos durante más tiempo del necesario. La dermis había cicatrizado lo suficiente como para que la posibilidad de reabrirse no fuese una preocupación, pero el tono rosado reinante dejaba claro que se trataba de una herida demasiado reciente, por lo que era recomendable tomar ciertas precauciones. Con el dedo índice recorrí el perfil de la herida con detenimiento, como si el tiempo que llevaba observándola al detalle no fuese suficiente para memorizar sus contornos desiguales.

Habían transcurrido apenas un par de horas desde que Apolo me halló completamente ensangrentada en mi despacho. Durante ese tiempo, había perdido la cuenta del número de veces que traté de reconstruir, aunque sin mucho éxito, los hechos acontecidos aquel día. El problema principal era que, por motivos desconocidos, parecía incapaz de recordar nada. Por mínimo que fuera. A ello debíamos sumarle la ausencia de cámaras en mi despacho, que nos impedía acceder a las cintas de videovigilancia para esclarecer lo ocurrido, haciendo que aumentase la incomodidad y el miedo que nos generaba toda aquella situación. La única pregunta que pululaba en nuestro entorno era: ¿por qué? ¿Llevaba razón Atenea al asegurar que yo causé mis propias heridas? Y, de ser así, ¿qué me empujó a hacer algo tan atroz?

Devanarme los sesos con preguntas sin respuesta no sería la solución a mis problemas. Esa era la conclusión a la que había llegado hacía escasamente una hora, cuando experimenté en primera persona el dolor que sucedía a tratar de comprender algo incomprensible.

Me asomé a una de las ventanas del salón y oteé la avenida que se abría ante mí. El apartamento de Diane estaba infinitamente mejor ubicado que el mío, emplazándose en el barrio de Buckhead, uno de los más exclusivos de la ciudad. Siempre me pregunté cómo una veterinaria podía costearse un piso en uno de los vecindarios más caros de la ciudad. Ahora sabía que el hecho de ser una diosa del panteón griego influía de manera muy positiva en su economía personal. Las calles, normalmente abarrotadas de gente a esa hora del día, estaban completamente vacías, a excepción de un par de bienaventurados que, armados con mascarillas y un sinfín de precauciones inútiles, las recorrían a paso ligero; como si quisiesen abandonarlas cuanto antes. Y no era para menos, teniendo en cuenta que el número de contagios aumentaba diariamente a pasos agigantados. Los hospitales comenzaban a saturarse de pacientes que agonizaban en sus pasillos mientras los reporteros más sensacionalistas se agolpaban en los alrededores para tratar de grabar la imagen más escabrosa posible. Información lo llamaban, aunque yo prefería definirlo como morbo.

Algo llamó mi atención entre los arbustos perfectamente cortados que delimitaban una de las zonas de ocio. Allí, escondido entre la maleza urbana, pero a simple vista, había un hombre. Su presencia no habría sido algo reseñable de no ser por varios aspectos. El primero de ellos era la ausencia de mascarilla quirúrgica cubriendo sus facciones. Estábamos a una distancia considerable, pero no me resultó difícil descubrir que, de haber estado más cerca de él, habría podido describir perfectamente su rostro. Lo segundo que consiguió despertar mi curiosidad fue el reconocimiento que despertó en mí la manera en la que se cruzó de brazos, a la espera. Y, aunque todo lo anterior era extraño, nada conseguiría superar al sentimiento de inquietud, el mismo que me hizo querer esconderme tras uno de los gruesos muros que flanqueaban el vano, que sentí cuando descubrí que sus ojos estaban fijos en mi figura.

El corazón comenzó a latirme con fuerza, como si mi instinto de supervivencia hubiese reconocido una amenaza inminente. Estaba a punto de separarme de la ventana cuando oí una voz a mi espalda:

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora