«¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres!»

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Homero. Ilíada. CANTO XIV.


Los rayos del sol entraban por los grandes ventanales, tamizados por las cortinas de lino que decoraban los vanos. El perfil de una figura solitaria se recortaba contra el haz de luz. No necesité acercarme mucho más para reconocer su identidad. La larga cabellera castaña y la constitución atlética de Atenea eran fácilmente identificables. Los hombros tensos y la avidez con la que inspeccionaba las desiertas calles que se abrían a sus pies ponían en evidencia su crispado estado de nervios. Y no era para menos teniendo en cuenta que debíamos sumar un nuevo integrante a la lista de personas dispuestas a acabar con mi vida.

Avancé hacia ella con paso vacilante y una taza de té en la mano. Cuando me encontré a una distancia prudencial, aclaré mi garganta para indicar mi presencia. Una sonrisa que no llegó a sus ojos se dibujó en sus labios cuando se volvió hacia mí. Imitando su gesto, tendí la taza de líquido humeante, que recibió gustosa, en su dirección.

—Muchas gracias, querida —dijo. Al ver que no iba a acompañarla añadió—: ¿Tú no tomas nada?

Negué con un gesto de cabeza al tiempo que ella le daba un sorbo a su bebida.

—No me encuentro muy bien últimamente.

Mi justificación la hizo fruncir el ceño. Sin embargo, y a diferencia de sus hermanas, que me dedicaban miradas de lástima a las que me había visto obligada a acostumbrarme, fijó su vista al frente y guardó silencio. Atenea no era como el resto. Uno no necesitaba conocerla en profundidad para saber que su inteligencia y empatía no se circunscribían únicamente al ámbito de sus dones, sino que iban más allá. Ella no perdería el tiempo asegurándome que todo saldría bien cuando existía la posibilidad, por reducida que resultase, de que las cosas se torciesen. Lucharía hasta el final por mi bienestar, pero jamás me brindaría palabras vacías para ofrecerme un falso consuelo. El silencio entre ambas parecía perforar mis tímpanos a cada segundo. A ello no ayudaba el hecho de que ella y yo fuésemos las dos únicas personas presentes en el apartamento en ese mismo momento.

»—Vi tu templo de Troya—comenté con fingido desinterés—. Estuve allí.

Tras averiguar que los que creí mis sueños eran en realidad los recuerdos de Casandra, estos habían adquirido una nueva dimensión para mí. Por ello, pasaba horas tratando de rememorar todos aquellos detalles que me ayudasen a comprender mejor la situación. Mi última pesadilla, aquella que se desarrollaba en el interior del templo de la diosa de la sabiduría era, sin lugar a duda, la más dolorosa. Por el rabillo del ojo vi el suspiro que abandonó sus labios.

—Los recuerdos de Casandra.

No añadió nada más. Tampoco fue necesario. Ella sabía mejor que nadie como ignoró las súplicas de la joven princesa cuando aquel desalmado se atrevió a ultrajar su alma como solo un cobarde sabía hacerlo.

—Son horribles —aseguré, conmovida por la vida a la que fue condenada—. Lo que ha sufrido... Lo que Apolo le hizo es imperdonable.

Aquella era la primera vez que me permitía expresar mi opinión sobre el tema abiertamente. Desde que descubrí la manera en la que el dios de las plagas condenó su vida a la miseria cuando la princesa troyana se negó a corresponder su amor, no había podido dejar de pensar en la crueldad que un acto así entrañaba. Creí que Atenea defendería a su hermanastro, pero me equivoqué.

—Lo es —concordó. Tras una pausa en la que aprovechó para beber un poco de té, no supe si por sed o por obtener más tiempo para ordenar sus pensamientos, habló—: Todos nosotros hemos hecho cosas imperdonables, Sophie. Yo la primera.

Sopesé sus palabras sin emitir sonido alguno. Esa información no me sorprendió, y más teniendo en cuenta que todas mis acciones debían agruparse también bajo la cúpula de la culpa que parecía teñir su voz. Al igual que Atenea, Apolo o, incluso, Diane, yo había cometido actos horribles.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now