«Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre mortales e inmortales»

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Homero. Ilíada. CANTO XII.


Diane vendaba mi brazo con sumo cuidado, tratando de evitar rozarme la piel sensible en el proceso. Apolo se había encargado de la mayor parte del trabajo y, gracias a sus dones, había conseguido acelerar el proceso de cicatrización, pero mi amiga insistió en que era mejor taparlo para evitar infecciones. Ninguno se había atrevido a decirme aún que, debido a la profundidad de los cortes, era más que probable que aquellas cifras se quedasen grabadas en mi piel de por vida, como un recordatorio eterno de toda aquella pesadilla.

Absorta, observé como mi amiga aplicaba la fuerza necesaria para tensar la venda sin herirme. Sus manos eran experimentadas, pero delicadas; unas manos versadas en la curación. Diane y yo estudiamos juntas, pero nuestras profesiones eran de lo más dispares. Mientras ella ayudaba a sus pacientes, yo desarrollaba vacunas que acabarían con los míos. Ella era vida en la misma proporción que yo era muerte. Ni siquiera estaba del todo segura de ser digna de sus cuidados. De hecho, comenzaba a pensar que merecía todo lo que estaba ocurriéndome. La muerte de mis seres queridos, la pérdida de la vacuna, el dolor... Quizás era merecedora de todo ello. A lo mejor esa era la forma que tenía el Universo de comunicarme lo descontento que estaba conmigo; cuán ingrata era mi presencia en su planeta.

—Creo que estoy perdiendo la cabeza.

Las manos de mi amiga se detuvieron en el acto. La estupefacción que presidía su tez debía ser muy similar a la que expresaba el rictus de Afrodita, quien detuvo las caricias que trazaba en mi espalda con afán tranquilizador. Cerca de nosotras, Apolo y Atenea, que antes de oír mi afirmación estaban enfrascados en un debate acalorado, me observaron en silencio.

—¿De qué estás hablando, Soph? —replicó Diane.

—¿Es que no lo veis? —inquirí, alternando la vista entre todos ellos, que se habían trasladado al apartamento de Diane tras una llamada de Apolo—. Primero firmo unos documentos intransferibles que destruyen el trabajo que llevo desarrollando durante años y ni siquiera puedo recordar cómo o cuándo se supone que lo hice y ahora esto. No hay otra explicación.

Creí que un sinfín de justificaciones destinadas a hacerme sentir mejor sucederían a mi exposición, pero mis acompañantes guardaron silencio durante más tiempo del que estaba dispuesta a tolerar, dada mi angustia. De todos los presentes, solo uno fue incapaz de sostenerme la mirada. Casualmente aquel que ostentaba el epíteto de «divinidad de la verdad». Además, le conocía lo suficiente como para interpretar el significado del gesto que le dedicó a su gemela, que seguía sentada a mi lado en el sofá.

»—¿Apolo?

Sus ojos encontraron los míos cuando alzó la cabeza en mi dirección. No fui capaz de identificar el torbellino de emociones que pululaba en ellos. Supe que únicamente debía presionarle un poco para lograr mi objetivo.

»—Por favor —insistí.

Un breve vistazo a sus hermanas antecedió a su siguiente aserción:

—Debe saberlo.

Sin dar tiempo a réplicas, sacó su móvil del bolsillo y toqueteó la pantalla antes de tenderlo en mi dirección. Haciendo gala de una compenetración que solo se conseguía tras eones de convivencia, Diane y Afrodita se apartaron de mí, dejándome espacio para ponerme en pie. Tomé el terminal entre mis manos, deseosa de conocer aquello que Apolo trataba de mostrarme. Los reflejos de Diane demostraron ser dignos de una diosa cuando sostuvo mis brazos con manos férreas, evitando que mi cuerpo cayese al suelo y ayudándome a ocupar mi sitio inicial entre los almohadones del sofá. Mis piernas no fueron capaces de sostener el peso de mi cuerpo cuando mi cerebro identificó la imagen que reflejaba la pantalla del teléfono. En ella brillaba una imagen congelada que parecía haber sido captada por una cámara de videovigilancia y que correspondía con uno de los pasillos de MíloPharma. Una persona lo recorría con paso ávido, como si tuviese prisa. Las zapatillas blancas, los mismos pantalones claros que me habían regalado las chicas en mi último cumpleaños y la bata que tan bien conocía. En una de las esquinas de la pantalla alcanzaba a leerse la fecha y hora a la que había sido tomado el vídeo.

É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERMINADAWhere stories live. Discover now