VII. Dormiveglia.

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Hablando de nada y todo, el tiempo transcurrió y llegó la mañana.

Para cuándo los primeros rayos del sol entraron por la ventana el cuerpo, el cuerpo de Dyo estaba disuelto en su totalidad y solo quedaba un charco de líquido negro manchando la ropa de cama y empapando a Sylvain, pero a él no le molestaba. A parte de un ligero ardor y la humedad, no sentía ningún dolor.

El doctor tomó la máscara entre sus manos y la contempló, ahora el líquido negro ya no fluía y la expresión de angustia había sido sustituida por una enorme sonrisa.

"Melankholia. Tiene sentido" pensó el doctor mientras repasaba sus lecciones de la teoría de los cuatro humores de Hipócrates y Galeno, sin darse cuenta que empezaba a analizar todo cuánto aplicara al ente en sus manos.

―Deja de mirarme así, harás que me sonroje ―interrumpió Dyo, al percatarse de lo que Sylvain comenzaba analizar.

―Lo siento ―se disculpó en automático olvidando lo que pensaba, acercó la máscara a su rostro y la besó.

―Tengo trabajo que hacer ― dijo el doctor y finalmente se puso de pie, dejó a Dyo sobre la mesa y limpió el líquido impregnado sobre la piel que lo vestía. Acomodó su cabello por debajo de la capucha y tomó su bolso.

―Déjame en la caravana, con Edmundo.

El doctor miró a Dyo incapaz de ir a ningún lado por sí mismo.

― ¿Por favor? ― preguntó Sylvain con una sonrisa en los labios.

Si fuera posible, la máscara sobre la mesa sería la cara de un puchero, el doctor se burlaba de él y realmente no había mucho que pudiera hacer en ese estado.

―Por favor ―dijo con voz empalagosa ― mi querida florecita de lavanda.

El doctor tomó la máscara y sonrió.

―A sus órdenes, Mi Lord.

††††

―Jamás me vuelvas a meter en esa bolsa ―le dijo con desesperación, el líquido negro brotando de las cuencas de sus ojos nuevamente.

―Ya dije que lo siento ―recalcó el doctor. Tan solo lo había puesto dentro un momento mientras compraba hierbas y aceites. Nunca se imaginó que Dyo podría ser así de histérico. Aunque si lo pensaba bien, la bolsa la había comprado en Alagadda y nunca preguntó el origen o cómo funcionaba.

Acarició sutilmente la máscara y la apretó contra su pecho para calmarle, incapaz de imaginar la clase de horrores que pudo haber contemplado Dyo.

―Mira ahí está la caravana ― dijo Dyo con su habitual encanto y el doctor solo rodó los ojos; tal vez Dyo solo estaba exagerando.

Un hombre, casi tan alto como el doctor apareció a su encuentro, tenía los ojos claros y su voz potente le pareció familiar.

― ¡Oh Corvo! ―era el actor del día anterior ―Así que Dyo al fin te ha encontrado, ese pillo ―le dijo a Sylvain y lo envolvió en un abrazo como si lo conociera de toda la vida.

― ¿Y Dyo? ― preguntó el hombre tomando por los hombros al doctor, mientras esperaba una respuesta.

―Me pidió que trajera esto a Edmundo.

― ¡Su máscara! ¡Eres afortunado, no deja que nadie la toque!

Miró la máscara embelesado, y trató de tomarla, pero el doctor dio un paso atrás.

― ¿Eres Edmundo?

―Para mí fortuna, lo soy.

Entonces el doctor extendió las manos y ofreció la máscara. El hombre ya estaba controlado por el deseo de poseer el valioso objeto.

Contigo Hasta El FinalWhere stories live. Discover now