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—Ayúdame, por favor.

Su voz sonaba trémula, era notable la urgencia en sus palabras, aunque quise darme la vuelta había algo que me detenía.

Me sostuve de la pared pensando en si debía dar un paso más y perderme entre el gentío, o darme la vuelta y ayudar a la chica que me dio la espalda cuando más la necesité.

—Ade, no te vayas —volvió a suplicar.

Giré sobre mis talones y miré con firmeza a la rubia que alguna vez fue castaña. La observé de arriba abajo sin reconocerla, había cambiado tanto, pasó de ser una chica de pueblo a una más de esas personas que se encontraban en la planta baja. Sus ojos estaban rojos e hinchados, delatando lo que por horas estuvo haciendo. El maquillaje se le había corrido, dejando varias líneas negras por sus pálidas mejillas.

El corazón se me estrujó al verla tan destruida. En aquella figura débil y temblorosa me ví reflejada; de esa misma forma me encontraba años atrás cuando el mundo se me vino encima.

Podemos aprender a vivir con nuestras heridas, pero jamás dejarán de existir; porque lo que fue siempre será.

Lo que hizo Luz fue algo que me marcó, no fue fácil ver cómo la persona que pensé que nunca me fallaría, se unió al montón, a pesar de eso no pude ser tan hija de puta y olvidar todo lo bueno que hizo por mí.

No podía juzgarla por lo único que hizo mal.

¿Qué haces aquí? —cuestioné.

—Mi marido es inversionista de la familia Castelli y, como su esposa debo ir con él a todos sus eventos —respondió desviando la mirada.

¿Marido? Una carajita con diecisiete años...

—¿Estás loca? ¿Acaso no te fuiste a estudiar fuera del país con una beca? —cuestioné indignada.

—Lo siento, Ade —lloriqueó.

—No debes sentirlo por mí...

—No me refiero a eso —suspiró—. Siento no haberte contado...

Alcé una ceja, confusa.

—Mira, mira, vamos por partes, ¿sí? Antes que nada, dime quienes son la familia Castelli.

—Los dueños de esta casa, de la casa prohibida...

Así que ese era el apellido de Tiago.

—Hmm.

Ignoré la razón por la cual me había devuelto e intenté acercarme para abrazarla. Tenía tiempo sin ver a mi prima y, a pesar de todo lo que sucedió entre nosotras, le tenía cariño.

—¡No te acerques! —gritó retrocediendo. Su cara denotaba un miedo intenso.

La miré desconcertada. No entendía ni un carajo lo que le pasaba.

—¿En qué quieres que te ayude? ¿Tu esposo te hizo daño? ¿Está ahí dentro? —Señalé la puerta en la que minutos antes ella estaba parada.

Mi mirada se detuvo en aquel papel rojo pegado a la madera. Tragué saliva y reprimí las mil y unas teorías que llegaron a mi mente.

La muchachita sabía cosas...

—No, no, no  —dijo desesperada—. Solo quería decirte algo...

—No, necesitabas ayuda, ¿recuerdas?

—Es que no entiendes. —Respiró profundo—. Tengo un dilema, no sé si ayudarte o pedirte ayuda. Es mi deber hacer la primera, pero la segunda suena muy tentadora; sería muy egoísta intentar salvarme y dejarte arder en ese oscuro y perverso infierno.

El misterio que me persigue ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora