Capítulo 32 - Por las nubes

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―¿Estás llorando?― Preguntó Evan con una sonrisa arrogante

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―¿Estás llorando?― Preguntó Evan con una sonrisa arrogante.

Yo me sequé los ojos tratando de disimular y respondí ―Es por el sol, no estoy acostumbrada― mentí.

El sol de Tze Kyaq era benévolo, sus rayos rara vez tocaban la tierra y cuando lo hacía se sentía tan insólito y agradable como el abrazo de un padre exigente.

El lunes por la mañana Evan sugirió que hiciéramos algo. Éramos solo él y yo, todos sus conocidos estaban ocupados, así que montamos en su motocicleta y nos encaminamos al lugar donde estaba la antena de telecomunicaciones más alta.

Salimos del pueblo y continuamos por un camino angosto de piedra. La subida era tan empinada que por momentos no podíamos ver lo que estaba delante de nosotros, parecía que nos dirigíamos directo a las nubes. Al principio yo había colocado las manos en la parte trasera del asiento para sujetarme, pero cuando la pendiente se hizo más pronunciada, mis brazos por inercia, se aferraron con fuerza al torso de Evan.

Durante nuestra travesía habíamos subido varias montañas, pero nunca tan altas, y nunca a esa velocidad. Evan aceleraba zigzaguenado por el camino, pero por momentos parecía que íbamos a desplomarnos cuesta abajo. Para ser sincera, yo mantuve los ojos cerrados casi todo el camino, los parpados, las mandíbulas, las piernas, los brazos, todo mi ser apretado, por la adrenalina del viaje.

Cuando llegamos a la cima yo bajé temblando y por un momento la vista se me nubló y sentí que iba a vomitar o a desmayarme. Cuando al fin me compuse, Evan se acercó y mostrándome una suave sonrisa me quitó el casco.

―Eso no fue divertido―bufé.

―Llorona ―dijo entre risas y se alejó con pasos tranquilos.

Como ya era costumbre, yo lo seguí inmediatamente, pero luego de dar un par de pasos, la sensación en mis pies atrajo mi atención; las lluvias intermitentes de los días anteriores, habían transformado el pasto tostado y polvoriento en una alfombra acolchada de finas fibras verdes; minúsculas flores amarillas, rojas, blancas y moradas, decoraban el tapete.

Mi mirada se fue rodando por el tapiz del suelo, pasó junto al perfecto trasero de Evan y cayó al abismo donde se alojaba el pueblo de Tze Kyaq y su plano cartesiano formado con árboles gigantes. Entonces comprendí lo de los colores, desde lo alto apenas se distinguían las casas y las calles, solamente el naranja de las tejas más nuevas saltaban a la vista o el destello de uno que otro cristal alcanzado por el sol.

Y más allá del maravilloso jardín cubista de Tze Kyaq había un mundo inmenso y glorioso: cimas azuladas que se perdían en las nubes, bosques frondosos e inclinados, valles repartidos entre el sol y la bruma, muros de piedra que vomitaban cascadas blancas. Ni siquiera en mis sueños más locos se me habría ocurrido la idea de poder contemplar semejante espectáculo.

Ada y EvanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora