Un Dios nos invita a las hamburguesas

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(Percy Jackson)

Unos minutos más tarde estábamos sentados en el reservado de un comedor
de cromo brillante, rodeados por un montón de familias que zampaban hamburguesas y bebían refrescos.

Al final vino la camarera. Arqueó una ceja con aire escéptico e inquirió:

—¿Y bien?

—Bueno… queríamos pedir la cena —dije.

—¿Tenéis dinero para pagar, niños?

El labio inferior de Grover tembló. Me preocupaba que empezara a balar, o peor aún, a comerse el linóleo. Annabeth parecía a punto de fenecer de hambre. Lyra jugueteaba nerviosamente con su varita debajo de la mesa, intenso recordar un hechizo para invocar dinero. Intentaba pergeñar una historia tristísima para la camarera cuando un rugido
sacudió el edificio: una motocicleta del tamaño de un elefante pequeño acababa
de parar junto al bordillo.

Todas las conversaciones se interrumpieron. El faro de la motocicleta era rojo. El depósito de gasolina tenía llamas pintadas y a los lados llevaba fundas para escopetas… con escopetas incluidas. El asiento era de cuero, pero un cuero
que parecía… piel humana.

El tipo de la motocicleta habría conseguido que un luchador profesional llamase a gritos a su mamá. Iba vestido con una camiseta de tirantes roja, téjanos negros y un guardapolvo de cuero negro, y llevaba un cuchillo de caza sujeto al muslo. Tras sus gafas rojas tenía la cara más cruel y brutal que he visto en mi vida —guapo, supongo, pero de aspecto implacable—; el pelo, cortísimo y negro brillante, y las mejillas surcadas de cicatrices sin duda fruto de muchas, muchas peleas. Lo raro era que su cara me sonaba.

Lyra, al verlo, apretó fuertemente y gruñó murmurando maldiciones.

Al entrar en el restaurante produjo una corriente de aire cálido y seco. Los comensales se levantaron como hipnotizados, pero el motorista hizo un gesto
con la mano y todos volvieron a sentarse. Regresaron a sus conversaciones. La camarera parpadeó, como si alguien acabara de apretarle el botón de rebobinado.

—¿Tenéis dinero para pagar, niños? —volvió a preguntarnos.

—Ponlo en mi cuenta —respondió el motorista. Se metió en el reservado,
que era demasiado pequeño para él, y acorraló a Annabeth contra la ventana.
Levantó la vista hacia la camarera, la miró a los ojos y dijo—: ¿Aún sigues aquí?

La muchacha se puso rígida, se volvió como una autómata y regresó a la cocina.

El motorista se quedó mirándome. No le veía los ojos tras las gafas rojas, pero empezaron a hervirme malos sentimientos. Ira, rencor, amargura. Quería darle un golpe a una pared, empezar una pelea con alguien. ¿Quién se creía que era aquel tipo?

Me dedicó una sonrisa pérfida.

—Así que tú eres el crío del viejo Alga, ¿eh?

Debería haberme sorprendido o asustado, pero sólo sentí que me hallaba ante mi padrastro Gabe. Quería arrancarle la cabeza a aquel tipejo.

—¿Y a ti qué te importa?

Annabeth me advirtió con la mirada y Lyra sonrió burlonamente.

—Percy, éste es…

El motorista levantó la mano.

—No pasa nada —dijo—. No está mal una pizca de carácter. Siempre y cuando te acuerdes de quién es el jefe. ¿Sabes quién soy, primito?

Entonces caí en la cuenta. Tenía la misma risa malvada de algunos críos del Campamento Mestizo, los de la cabaña 5.

—Eres el padre de Clarisse —respondí—. Ares, el dios de la guerra.

LYRA BLACK, pjo & hpWhere stories live. Discover now