Percy Jackson y el Inframundo

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   (Percy Jackson)

Envueltas en sombras, las Furias sobrevolaban en círculo las almenas. Las murallas externas de la fortaleza relucían negras, y las puertas de bronce de dos
pisos de altura estaban abiertas de par en par.

Cuando estuve más cerca, aprecié que los grabados de dichas puertas reproducían escenas de muerte. Algunas eran de tiempos modernos —una bomba atómica explotando encima de una ciudad, una trinchera llena de soldados con máscaras antigás, una fila de víctimas de hambrunas africanas, esperando con cuencos vacíos en la mano—, pero todas parecían labradas en bronce hacía miles de años. Me pregunté si eran profecías hechas realidad.

En el patio había el jardín más extraño que he visto en mi vida. Setas multicolores, arbustos venenosos y raras plantas luminosas que crecían sin luz. En lugar de flores había piedras
preciosas, pilas de rubíes grandes como mi puño, macizos de diamantes en bruto. Aquí y allí, como invitados a una fiesta,
estaban las estatuas de jardín de Medusa: niños, sátiros y centauros petrificados, todos esbozando sonrisas grotescas.

En el centro del jardín había un huerto de granados, cuyas flores naranja neón brillaban en la oscuridad.

—Éste es el jardín de Perséfone —explicó Annabeth—. Seguid andando.

Entendí por qué quería avanzar. El aroma ácido de aquellas granadas era casi embriagador. Sentí un deseo repentino de comérmelas, pero recordé la historia
de Perséfone: un bocado de la comida del inframundo y jamás podríamos marcharnos. Tiré de Grover para evitar que agarrara la más grande. Subimos por la escalinata de palacio, entre columnas negras y a través de un pórtico de mármol negro, hasta la casa de Hades. El zaguán tenía el suelo de bronce pulido, que parecía hervir a la luz reflejada de las antorchas. No había techo, sólo el de la caverna, muy por encima. Supongo que allí abajo no les preocupaba la lluvia.

Cada puerta estaba guardada por un esqueleto con indumentaria militar.
Algunos llevaban armaduras griegas; otros, casacas rojas británicas; otros, camuflaje de marines. Cargaban lanzas, mosquetones o M-16.

Ninguno nos molestó, pero sus cuencas vacías nos siguieron mientras recorrimos el zaguán
hasta las enormes puertas que había en el otro extremo.

Dos esqueletos con uniforme de marine custodiaban las puertas. Nos sonrieron. Tenían lanzagranadas automáticos cruzados sobre
el pecho.

—¿Sabéis? —murmuró Grover—, apuesto lo que sea a que Hades no tiene  problemas con los vendedores puerta a puerta.

La mochila me pesaba una tonelada. No se me ocurría por qué. Quería abrirla, comprobar si había recogido por casualidad alguna bala de cañón por ahí, pero no era el momento.

—Bueno, chicos —dije—. Creo que tendríamos que… llamar.

Un viento cálido recorrió el pasillo y las puertas se abrieron de par en par.
Los guardias se hicieron a un lado.

—Supongo que eso significa entrez-vous —comentó Annabeth.

La sala era igual que en mi sueño, salvo que en esta ocasión el trono de Hades estaba ocupado. Era el tercer dios que conocía, pero el primero que me pareció realmente divino.

Para empezar, medía por lo menos tres metros de altura, e iba vestido con una túnica de seda negra y una corona de oro trenzado. Tenía la piel de un blanco albino, el pelo por los hombros y negro azabache. No estaba musculoso como Ares, pero irradiaba poder. Estaba repantigado en su trono de huesos humanos soldados, con aspecto vivaz y alerta. Tan peligroso como una pantera.

LYRA BLACK, pjo & hpWhere stories live. Discover now