Capítulo 16: Parte 2

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Harry estacionó su Mustang junto a la acera. Había dejado a Rachel en casa de su hermana después de haber pasado otra vez por la casa de Jack Gordon para interrogar a su madre.

No habían obtenido mucho de aquella mujer que parecía defender, a capa y a espada, a su hijo. Le habían preguntado por la conducta de Jack Gordon en los últimos tiempos y les había dicho que había sido normal. Cuando le preguntaron sobre dónde había estado su hijo las noches en que se habían cometido los asesinatos, la única respuesta que obtuvieron fue un «no ». Volvieron a preguntarle sobre la noche del secuestro de Elizabeth y les reiteró que ella y su esposo lo habían visto subir a su habitación y no lo habían visto hasta la mañana siguiente en el desayuno.

Se habían ido de allí con un amargo sabor en la boca, decepcionados por no obtener nada que pudiera retener a Jack Gordon en la comisaría de policía por mucho tiempo más. La única evidencia que tenían en su contra no bastaba para arrestarlo, debían encontrar algo más antes de que expiraran las cuarenta y ocho horas que la ley disponía en aquellos casos.

Recogió una bolsa del asiento del acompañante y se bajó del automóvil. Entró en el edificio casi corriendo. La distancia que lo separaba de su casa le pareció interminable y el deseo de volver a ver a Elizabeth era insoportable.

Abrió la puerta y la vio acostada sobre el sofá; la cabeza de Sam se apoyaba sobre sus pies. Notó los dos platos con comida, un par de copas y una botella de vino sobre el baúl.

La contempló de nuevo y un sentimiento de ternura lo invadió. Elizabeth se había esmerado en preparar aquella cena para él y hasta se había vestido para la ocasión. Se maldijo en silencio una docena de veces por no haber llegado antes; si ella le hubiera avisado las cosas habrían sucedido de otra manera. Era probable que no le hubiera mencionado nada porque quería darle una sorpresa; tal vez, como recompensa por haberle hecho correr en castigo aquella misma mañana.

Sam percibió su presencia y de un salto se bajó del sofá.

—No hagas ruido, Sam —le pidió en voz baja—. No despertemos a Elizabeth.

El perro dio un par de saltos alrededor de Harry y moviendo el rabo se fue caminando muy despacio a la terraza.

—Buen chico.

Dejó la bolsa que traía en el suelo; se acercó a Elizabeth y le pasó un brazo por debajo de la espalda. La obligó a sentarse y ella apoyó la cabeza en el hueco de su hombro. Murmuró algo ininteligible pero no se despertó. Con cuidado logró levantarla y alzarla. Los brazos de Elizabeth enseguida rodearon su cuello y Harry entonces enterró la cara en la espesura de su cabello castaño.

Cuando estaba con ella se sentía desvalido, vivo y estremecido hasta la médula. Harry mantenía la cabeza quieta, aspiraba el aroma de su perfume y pensaba en lo agradable que sería que Elizabeth se despertara justo en ese momento y le pidiera que le hiciera el amor. Se humedeció los labios secos y tragó saliva.

La sujetó con fuerza y la llevó hasta la habitación. Deseaba que no se despertara; sabía que, si lo hacía, le sería imposible resistirse.

La colocó sobre la cama con cuidado y la falda de su vestido se abrió y expuso ante sus ojos mucho más de lo que él podía permitirse ver. Con el brazo que tenía libre volvió a colocar la tela en su lugar, mientras que con el otro intentaba acomodar la cabeza de Elizabeth sobre la almohada. Ella giró su cuerpo hacia un lado y su brazo quedó atrapado debajo. Si intentaba quitarlo, corría el riesgo de que despertara y que terminaran con lo que habían empezado en dos ocasiones. Elizabeth buscó su brazo con el suyo y cuando lo encontró se aferró a él con fuerza.

Harry ni siquiera se atrevió a respirar. No tenía escapatoria. Si se levantaba en ese instante ella se despertaría; se acostó detrás de Elizabeth y con el otro brazo la rodeó por la cintura. Ella hizo un leve movimiento hacia atrás y sus caderas se apoyaron en la parte baja de su abdomen. Harry contuvo el aliento un momento; aun estando dormida, lograba encenderlo como nadie. Cuando estaba con ella no podía pensar con claridad; solo deseaba tocarla, amarla y perder el control.

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