Capítulo XVI

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De lo que aconteció a Oliver Twist después de haber sido reclamado por Anita


La madeja confusa de callejas sucias y estrechas vino a terminar en una explanada en la cual se veían diseminados varios corrales y otras indicaciones de ser aquél el mercado de ganados. Sikes acortó el paso al llegar al punto mencionado, disposición acertada, pues la muchacha estaba rendida y no hubiera podido continuar caminando con tanta prisa. Volvióse entonces hacia Oliver, y con el tono áspero que le era habitual, mandóle que tomara la mano de Anita.

—¿Oyes? —gritó Sikes, viendo que Oliver titubeaba y tendía alrededor sus miradas.

Encontrábanse en un sitio solitario, aislado, fuera de todo tránsito, y convencido Oliver de que la resistencia habría de ser inútil, alargó su mano que la muchacha agarró con fuerza.

—Dame la otra —gruñó Sikes, apoderándose de ella a la par que hablaba. —¡León... aquí!

El perro se acercó gruñendo.

—Escúchame bien —repuso Sikes, poniendo la mano desocupada en el cuello de Oliver—. Si habla una palabra, una sola, hazle presa aquí, ¿entiendes?

El animal gruñó por segunda vez, se lamió el hocico y miró a Oliver como deseando no esperar a que éste hablara para hundir sus colmillos en su garganta.

—¡Ciego me quede si no lo hace como se lo he mandado! —exclamó Sikes, contemplando al animal con sonrisa de feroz aprobación—. Ya sabes lo que te espera, amiguito, así que, llama si te atreves, que el perro te obligará a enmudecer. ¡Andando, y vivo, vivo!

El perro movió el rabo, único lenguaje que le estaba permitido, y lanzando otro gruñido a guisa de aviso saludable, echó a andar rompiendo la marcha.

Estaban cruzando Smithfield aunque hubiera podido ser la Plaza Gobernor sin que Oliver dijera lo contrario, sencillamente porque tan desconocido le era uno como otro sitio. La noche estaba obscura y brumosa. Las luces de las tiendas apenas si conseguían taladrar la densa niebla que por momentos se espesaba más, envolviendo a la ciudad en un sudario negro que acentuaba la depresión de ánimo y el espanto que inundaban el alma de Oliver.

Avanzaban presurosos cuando la campana de una iglesia dio la hora. A la primera campanada hicieron alto los dos conductores y volvieron sus cabezas hacia el sitio del que partía el sonido.

—Las ocho, Guillermo —dijo Anita, cuando calló la campana.

—¿Por qué me lo dices? —contestó Sikes—. Me parece que tengo buen oído, ¿no lo crees así?

—Pero no sé si lo habrán oído los otros —replicó Anita.

—Claro que sí; pues no faltaba más. La feria de septiembre era cuando me echaron mano, y te aseguro que hasta las trompetillas de a penique llegaron a mis oídos. Cuando me enchiqueraron, el tumulto y vocerío exterior eran tan ensordecedores, que aquella vieja cárcel parecía una tumba por su silencio. Te aseguro que no sé cómo no me rompí la cabeza contra las puertas de hierro.

—¡Pobres chicos! —exclamó Anita, vuelta aún hacia el sitio donde había sonado la campana—. En verdad que son simpáticos y dignos de mejor suerte.

—¡Así sois todas las mujeres! —replicó Sikes—. Conque simpáticos, ¿eh? ¡Muertos fuera mejor que estuvieran!

Sikes pronunció las últimas palabras con la entonación de quien reprime a duras penas un impulso de celos, y agarrando con más fuerza la mano de Oliver, ordenó a éste que echase a andar.

—Espera un momento —dijo Anita—. No tendría yo tanta prisa si fueras tú el que debías morir ahorcado en el punto y hora en que suene el reloj las primeras ocho campanadas, Guillermo, que en ese caso, me pasaría la vida rondando por estos lugares, aun cuando hubiera de caminar sobre espesa capa de nieve y no tuviera un chal con que abrigarme.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now