Capítulo XXXI

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Situación crítica


—¿Quién llama? —preguntó Britles, abriendo un poco la puerta, piel, sin soltar la cadena.

—Abra usted —contestó una voz—. Somos los agentes de Bow Street a quienes enviaron a buscar esta mañana.

Tranquilo al oír aquellas palabra Britles abrió la puerta de par en par y encontróse frente a un individuo corpulento, envuelto en un levitón, que penetró en la casa sin hablar palabra y fue a limpiarse zapatos en la estera con el mismo desparpajo que si en su propia resistencia se encontrase.

—Que salga uno inmediatamente para revelar a mi compañero, que ha quedado en el carruaje —dijo el agente—. ¿Hay aquí cochera donde podamos colocar nuestro coche durante cinco o diez minutos?

Como Britles contestara afirmativamente, el del levitón salió a la verja del jardín y ayudó a su compañero a entrar el coche, mientras el que he mencionado en primer lugar les hacía luz presa de admiración. Colocado el coche, volvieron los tres a la casa y entraron en recibimiento, donde se despoja los dos agentes de sus levitones sombreros dejando al descubierto sus humanidades respectivas.

El que había llamado a la puerta era un personaje grueso y de estatura regular, de unos cincuenta años, pelo negro, muy espeso bien pobladas patillas, cara redonda y ojos de mirar penetrante; su compañero era alto, enjuto y huesudo, de pelo rojo, mala catadura, extraordinariamente arremangada, y mirada siniestra. Calzaba bota montar.

—Diga usted a su amo que es aquí Blathers y Duff —dijo el robusto, ahuecándose el pelo y dejando sobre la mesa un par de esposas—. ¡Ah! ¡Buenas noches, señor! ¿Me permitirá decir a usted dos palabras en secreto? —añadió, dirigiéndose al doctor, que llegó en aquel momento.

Por medio de un gesto indicó el doctor a Britles que se retirase, hizo entrar a las dos señoras, y dijo, indicando a la dama anciana:

—La señora de la casa.

Blathers hizo una reverencia. Se le indicó que tomase asiento y, dejando su sombrero en tierra, se arrellanó en una silla, diciendo a Duff que hiciera otro tanto. El caballero mencionado en último lugar, que, o no estaba acostumbrado a frecuentar la buena sociedad o bien no se encontraba a gusto entre personas elevadas, se sentó haciendo mil contorsiones y concluyó por meter el puño de su bastón en su boca, sin duda porque, en su turbación, no se le ocurrió otra cosa mejor.

—Con respecto al robo aquí cometido, señor —preguntó Blathers—, ¿tiene usted la bondad de explicarme las circunstancias que en el hecho concurren?

El doctor Losberne, quien al parecer no deseaba otra cosa que ganar tiempo, hizo un relato detalladísimo e interminable. Los dos agentes tenían aspecto de entender perfectamente, y de tanto en tanto cambiaban entre sí miradas de inteligencia.

—Nada puedo asegurar hasta tanto haya hecho una inspección ocular detenida, claro está —dijo Blathers—; pero me atrevo a decir... no me importa aventurar una opinión, que creo han de corroborar los hechos, me atrevo a decir que no es ningún novato el que ideó el golpe, ¿eh, Duff?

—¡Oh! Eso es indudable —confesó Duff.

—Traduciendo al lenguaje vulgar la palabra novato, a fin de que la comprendan las señoras, diré que este señor quiso significar que el robo no lo ideó ningún campesino —dijo el doctor Losberne sonriendo.

—¡Exacto! —exclamó Blathers—. ¿No pueden darnos más detalles?

—Ni uno —respondió el doctor.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora