Capítulo L

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La persecución y fuga


A orillas del Támesis, no lejos de la iglesia de Rotherhithe, allí donde se alzan sobre el río los edificios más sucios y ruinosos, y los barcos son más negros como consecuencia del polvo de la hulla y del humo que escapa de los caserones emplazados al borde mismo de las aguas, existía, y existe en la actualidad, la más inmunda, la más singular, la más extraordinaria de las localidades que encierra en su seno la ciudad de Londres, y que desconocen, hasta de nombre, la inmensa mayoría de sus habitantes.

Para llegar hasta el sitio a que me refiero, preciso es atravesar una enmarañada red de callejas estrechas, tortuosas y cubiertas de lodo, frecuentadas por la población más pobre y grosera de la ribera, y dedicada al tráfico que los lectores adivinarán sin esfuerzo.

Encierran las tiendas las provisiones más baratas y menos delicadas: penden de la puerta del tendero, de las fachadas de las casas y de las ventanas los tejidos más burdos y ordinarios y las ropas menos conformes con las exigencias de la moda. El que penetra por aquel lugar, ha de pasar entre apiñados grupos de obreros sin trabajo, cargadores de lastre, descargadores de carbón, ha de codearse con turbas de mujeres desvergonzadas, con ejércitos de muchachos harapientos, con la escoria, la hez de la playa, ha de cerrar los ojos a espectáculos nauseabundos, y la nariz a miasmas de corrompidos, y los oídos al estruendo ensordecedor que producen los millares de carros que cruzan por todas partes, transportando pesadas mercancías desde los almacenes a los barcos, o desde éstos a aquéllos. Cuando al fin llega a calles más distanciadas y menos transitadas que las que acaba de dejar a sus espaldas, encuentra el visitante edificios que se sostienen de milagro, casas desmanteladas, paredes que amenazan caer sobre su cabeza, chimeneas medio derruidas, ventanas defendidas con barrotes de hierro enmohecido, más que enmohecido, comido por la herrumbre, y todas las características de la desolación y del abandono.

En esos parajes, más allá de Dockhead, en el poblado de Southwark, hállase la llamada Isla de Jacob, circundada por un foso lleno de fango, de unos seis a ocho pies de profundidad por quince o veinte de anchura, en otro tiempo llamado Mill Pond, nombre que en nuestros días ha sido reemplazado por el de Folly Ditch. El foso desemboca en el Támesis y puede llenarse de agua a todas horas abriendo las esclusas de Lead Mills, que fueron las que le dieron el nombre antiguo. Cualquier extraño que en ocasiones semejantes escogiera como observatorio uno de los puentes de madera tendidos por Mill Lane, vería que los habitantes de las casas de entrambas orillas bajaban desde las ventanas cubos, pozales y vasijas de toda clase que luego izaban llenas de agua, y si luego, separando la vista de tales operaciones domésticas, la dirigía a las casas en sí, sorprendería escenas que llevarían su sorpresa hasta un punto indecible. Desvencijadas galerías de madera comunes a la parte posterior de media docena de casas, provistas de agujeros abundantes para contemplar, sin duda, el mar de cieno que duerme debajo; ventanas rotas, sin cristales, de los cuales sobresalen largas pértigas que servirían para tender en ellas ropa blanca si la ropa blanca no fuera allí artículo desconocido; habitaciones tan estrechas, tan sucias, tan infectas, que el aire no se atreve a visitarlas por temor a contaminarse, casuchas de madera emplazadas sobre el fango, que amenaza tragarlas, y que más de una se ha tragado ya, paredes ennegrecidas en ruinas... en una palabra: sus espantados ojos encontrarían la miseria, la pobreza, con todo su horrible séquito de suciedad, de basura, de hediondez.

En la Isla de Jacob, los almacenes están vacíos y las casas se derrumban; las ventanas no son ya ventanas, las puertas yacen en el centro de las calles, las chimeneas son negras, pero no despiden ya humo. Treinta o cuarenta años atrás, antes que aquel distrito fuera teatro y víctima de interminable serie de pleitos, era centro comercial de primer orden; pero hoy es una isla desierta en toda la extensión de la palabra. Las casas no pertenecen a nadie, carecen de puertas, y las habitan los que tienen valor para penetrar en ellas, los cuales viven y mueren allí sin que nadie les moleste. A decir verdad, preciso es tener motivos muy poderosos para vivir oculto, o verse reducido a la condición más miserable, para buscar refugio en la Isla de Jacob.

Oliver TwistDonde viven las historias. Descúbrelo ahora