Capítulo XLIV

36 6 1
                                    

Donde veremos que Anita, llegado el instante de cumplir la palabra que empeñó a Rosa Maylie, fracasa


Por muy acostumbrada que Anita estuviera a las artes de la astucia y del disimulo, no le fue posible ocultar del todo la impresión que en su ánimo produjo el paso gravísimo que acababa de dar. Recordó que el pérfido judío y el brutal Sikes habían depositado en ella secretos que celaron cuidadosamente a todos los demás, persuadidos de que merecía toda su confianza y teniéndola por incapaz de faltar jamás a ella. Criminales, muy criminales eran aquellos proyectos, desalmados hasta más no poder sus autores, inmenso el aborrecimiento que profesaba al judío, quien paso a paso la había hecho descender hasta los abismos más tenebrosos de la infamia, y, sin embargo, había ratos en que la desdichada vacilaba, en que lamentaba que sus revelaciones pudieran llevar a Fajín al precipicio que con maña tan diabólica y, por tanto, tiempo esquivara, en que deploraba ser ella la que por su propia mano, le pusiera dentro de la férrea Ley, aunque desde luego comprendía que lo merecía.

Pero todo esto no pasaba de sé aberraciones mentales propias de u ánimo femenino no del todo de prendido de sus amistades recuerdos antiguos, aunque si resuelto a caminar con paso firme hacia un objetivo determinado, y decidido a no detenerse ante ninguna consideración. Los perjuicios que sus revelaciones pudieran acarrear a Sikes habrían sido los únicos motivos que la hubieran detenido, si a tiempo estuviese; pero, de todas suertes, había exigido que se guardara el secreto religiosamente, no había facilitado dato alguno que pudiera conducir a su descubrimiento y hasta por amor a aquél habría rehusado aceptar un asilo seguro, donde hubiera estado a cubierto contra las asechanzas del vicio y los zarpazos de la miseria... ¿Podía hacer más?

¡Nada! ¡Estaba resuelto... había tomado su partido!

Aunque las luchas internas de que, acabamos de hacer mérito la llevaron siempre a la misma conclusión, acometiéronla con cruel insistencia una y otra vez, y terminaron por dejar en ella rastros perfectamente visibles. Enflaqueció, desaparecieron los colores de sus mejillas en el breve espacio de algunos días, a veces no se daba cuenta de lo que pasaba en derredor, ni tomaba parte en las conversaciones que en otra ocasión la hubieran interesado de seguro. Ora permanecía abatida y silenciosa, ora reía sin motivo; hablaba atolondradamente, —y segundos después se sentaba pensativa, apoyada la frente sobre la palma de la mano, y cuando ponía algún empeño en salir de aquel estado, sus mismos esfuerzos evidenciaban más y más sus inquietudes y demostraban que su pensamiento vagaba suelto y sin freno por lugares muy alejados de las personas que en derredor tenía.

Era un domingo por la noche. El reloj de la iglesia vecina comenzaba a sonar una hora. Sikes y el judío estaban hablando, pero suspendieron la conversación para escuchar. También Anita escuchó, alzando la cabeza para contar las horas. Dieron las once.

—Falta una hora para la media noche —observó Sikes, alzando la cortinilla de la ventana y mirando a la calle—. Noche obscura y tempestuosa... admirable para los negocios.

—¡Es verdad! —contestó Fajín—. ¡Qué lástima, Guillermo, que no tengamos ninguno preparado!

—¡Gracias al diablo que hablas con seso una vez! —gruñó Sikes—. Es lástima, no hay duda, pues hoy me encuentro con verdaderas ganas de trabajar.

Suspiró el judío y movió melancólico la cabeza.

—Fuerza será que nos desquitemos en la primera oportunidad —dijo Sikes—. No puede decir más.

—Así se habla, amigo mío —contestó el judío, tomándose la libertad de poner una de sus manos sobre el hombro de Sikes—. Me entusiasma que un hombre se explique de ese modo.

Oliver TwistTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon