Capítulo XXXVII

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Donde el lector encontrará un contraste bastante frecuente en los matrimonios


Volvemos a encontrar al egregio señor Bumble sentado en el salón recibimiento del hospicio-asilo, clavada la mirada en la estufa que, dada la estación, verano riguroso, no lanzaba más fulgores que los producidos por algunos pálidos rayos de sol que venían a quebrarse en su fría y brillante superficie. Pendía del techo una jaulita de papel para moscas, hacia la cual alzaba de vez en cuando sus ojos el bedel, sumido al parecer en pensamientos sombríos, y cuando reparaba en la indiferencia con que los aturdidos insectos revoloteaban alrededor de la jaula, su pecho dejaba escapar un suspiro muy hondo y se ensombrecía más y más su semblante. El señor Bumble meditaba, y parece que las moscas aprisionadas evocaban en su mente tristes recuerdos relacionados con alguna circunstancia dolorosa de su vida.

Y no era la expresión sombría del rostro del bedel lo único indicado para excitar en el pecho de cualquier espectador un sentimiento de melancolía agradable, que sobraban en aquel personaje otros indicios, estrechamente relacionados con su persona, anunciadores de que en su posición se había operado un cambio trascendental. ¿Dónde estaba la levita galoneada? ¿Dónde el famoso tricornio? Cierto que vestía calzón corto y medias negras de algodón, pero el calzón corto que adornaba la parte interior de su cuerpo no era el calzón. Largos faldones tenía la levita, y en esto ciertamente parecía a la levita. ¡Pero cuán distinta era! Por añadidura, el tricornio imponente, el tricornio majestuoso, había sido reemplazado por un modesto y vulgar sombrero redondo. En una palabra: ¡el buen Bumble no era ya bedel!

Existen en la vida ciertos cargas sociales que, independientemente d las ventajas de orden substancial que reportan, derivan un valor peculiar y una dignidad especial de las levitas y chalecos afectos al cargo en cuestión. Viste el Capitán general hermoso uniforme, sotana morada obispo y usa el bedel tricornio ricamente galoneado; despojad al Capitán general de su uniforme, al obispo de su sotana morada y al bedel de su tricornio, y, ¿qué queda?

¡Hombres... hombres como los demás! Y es que la dignidad, y no pocas veces la santidad, son con harta frecuencia, y en mayor escala de lo que muchos creen, cuestión de traje.

El señor Bumble se había casa con la tierna señora Corney y era director del hospicio-asilo. Otro bedel le había sucedido en su antiguo cargo, y heredado su autoridad, su tricornio, su levitón galoneado y su bastón.

—¡Dos meses mañana! —murmuró Bumble, exhalando un suspiro con el que pareció que salía toda su alma—. ¡Parece que ha pasado un siglo!

Muy bien podían significar las palabras de Bumble que todo un siglo de felicidad se había concentrado en el breve lapso de ocho semanas; pero aquel suspiro... ¡aquel suspiro significaba mucho más!

—Me vendí —continuó el señor Bumble, siguiendo el hilo de sus pensamientos— por seis cucharillas de té, una tenacilla de azúcar y una lechera... más algunos muebles muy usados y veinte libras esterlinas en metálico... ¡Barato... horriblemente barato!

—¡Barato! ¿eh? —gritó una voz agria en su mismo oído—. ¡Tenga usted entendido, señor mío, que por muy poco que por usted hubieran pagado, habrían hecho un mal negocio! ¡Vale usted bastante menos de lo que yo pagué... bien lo sabe Dios!

Volvió la cabeza el señor Bumble, y tropezó con el rostro de su dulce mitad, la cual, aunque no había escuchado más que las palabras últimas de su esposo, y como consecuencia, sólo de una manera imperfecta pudo comprender su significado, aventuró las palabras que acababa de leer el lector, las que no dejaban de venir al caso.

—¡Querida mía! exclamó Bumble con ternura sentimental admirablemente fingida.

—¿Qué hay? —preguntó la dama.

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