Capítulo XXXV

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Habla del resultado poco satisfactoria de la aventura de Oliver y copia una conversación interesante habida entre Rosa y Enrique


Cuando la gente de la casa, atraída por los gritos de espanto de Oliver, llegó al sitio de donde aquéllos partían, encontráronle pálido y trastornado, señalando con el brazo extendido en dirección a las praderas que lindaban con el jardín, y sin que su garganta agarrotada pudiera dejar escapar más palabras que éstas:

—¡El judío! ... ¡El judío!

Giles no comprendió lo que aquel grito significaba, pero Enrique Maylie, cuyas operaciones mentales eran más rápidas que las del grave mayordomo, y que por otra parte había oído referir a su madre toda la historia de Oliver, comprendió desde el primer momento lo que significaban las entrecortadas palabras del muchacho.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó armándose de un garrote que encontró en un rincón.

—Aquélla —respondió Oliver, señalando la que los hombres habían seguido—. En un momento los perdí de vista.

—Entonces, están en el foso: sígueme procurando no separarte de mí.

Así diciendo, Enrique saltó la cerca y echó a correr con tanto brío, que no sin gran dificultad lograron seguirle los demás.

Giles siguió a Enrique como buenamente pudo, y otro tanto hizo Oliver, y no habrían transcurrido más de uno o dos minutos, cuando el doctor, que volvía de dar su paseo, saltaba también la cerca, y desplegando una agilidad de que nadie le hubiera creído capaz, corría en la misma dirección a marcha vertiginosa, y preguntando al propio tiempo a voz en cuello por la causa de aquella trifulca.

Nadie disminuyó la celeridad de su carrera, ni siquiera para tomar aliento, hasta que Enrique, llegado al ángulo del campo indicado por Oliver, comenzó a reconocer detenidamente el foso y el seto contiguo, lo que dio a los demás tiempo para reunírsele y a Oliver para referir al doctor el incidente que había motivado aquella persecución encarnizada.

Las investigaciones no dieron resultado alguno; ni siquiera se encontraron huellas recientes que acusasen el paso de los fugitivos. Los perseguidores se encontraban en la cima de un altozano que dominaba en todos sentidos una llanura de tres a cuatro millas de radio. A la izquierda, en una hondonada, se veía la aldea; pero para llegar a ésta, suponiendo que hubieran seguido la dirección indicada por Oliver, el judío y su acompañante tuvieron que pasar por un llano, completamente abierto, y era imposible que lo hubiesen franqueado en tan breve tiempo. Por otro lado bordeaba la pradera un bosque espeso; pero por la misma razón indicada, había que desechar la idea de que lo hubieran ganado.

—Habrás soñado, Oliver —dijo Enrique, llamando aparte al muchacho.

—¡Oh, no, señor! —respondió Oliver, estremeciéndose al solo recuerdo de la expresión feroz del rostro del que acompañaba al judío—. Los he visto con mucha claridad; con tanta como estoy lo viendo a usted en este momento.

—¿Y el otro, quién era? —preguntaron a un tiempo Enrique y el doctor.

—El mismo que tan brutalmente me habló en la posada: nos miramos los dos a la cara y juraría que era él.

—¿Y estás seguro de que tomaron ese camino? —repuso Enrique.

—Tan seguro estoy de que tomaron ese camino, como de que estuvieron en mi ventana —replicó Oliver—. Por allá saltó el más alto —añadió el muchacho, señalando con el brazo extendido el seto que dividía al jardín de la pradera—; y el judío se desvió corriendo hacia la derecha, y pasó por aquel portillo.

Oliver TwistWhere stories live. Discover now