Capítulo XXIV

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Trata de un asunto muy pobre, pero muy breve, que acaso tenga alguna importancia en esta historia


No era mensajera impropia de la muerte la vieja que había perturbado la tranquilidad del cuarto de la matrona. El peso de los años encorvaba su cuerpo, un temblor convulsivo, resultado de una parálisis, agitaba sus descarnados miembros, y su cara momificada más parecido tenía con una caricatura grotesca dibujada por un lápiz extravagante que con las obras de la Naturaleza.

¡Triste sino el de la humanidad!

¡Son muy contados los rostros que se nos dejan en el mundo para que alegren nuestras miradas con sus encantos! Las zozobras, ansiedades, penas y anhelos desordenados los truecan y deforman de la misma manera que truecan y cambian los corazones, y sólo cuando esas pasiones duermen, cuando han perdido para siempre su imperio, es cuando se disipan las nubes y refleja la frente la hermosa serenidad de los Cielos.

Casi siempre los rostros de los muertos, no obstante su rigidez e inflexibilidad característica, vuelven a adquirir la expresión de la infancia, de tanto tiempo olvidada, y recobran la dulce tranquilidad de los años juveniles. Tal es la calma que reflejan, tal la beatitud, que las personas que los conocieron de niños, caen de rodillas junto al ataúd y creen ver todavía al ángel que bajó a visitar la tierra.

La vieja mensajera cruzó tambaleándose varios pasadizos, subió con paso vacilante la escalera contestando con palabras apenas inteligibles a las preguntas que su superiora le dirigía. Hubo de detenerse al fin para tomar aliento y entregar la luz a la matrona, la cual la dejó rezagada y entró en el cuarto donde la enferma se hallaba.

Era una especie de buhardilla apenas iluminada por una mísera lámpara. Junto al lecho velaba otra anciana y el aprendiz de la botica parroquial, de pie en un rincón, transformaba en mondadientes una pluma de ave.

—¡Vaya una noche fría, señora Corney! —exclamó el aprendiz al ver entrar a la matrona.

—¡Horriblemente fría, es cierto! —contestó la señora con amabilidad y haciendo una reverencia.

—Debería usted exigir carbón de mejor calidad a los abastecedores —dijo el aprendiz de boticario, revolviendo el fuego con una tenaza enmohecida—. No es éste el más indicado para las noches frías.

—Es cosa de la Administración —replicó la matrona—. Convengo que lo menos que ésta debería hacer en nuestro obsequio sería defendernos contra el frío, pues nuestras funciones son harto penosas.

Un gemido de la moribunda vino a interrumpir la conversación.

—¡Ah! —exclamó el boticario, mirando hacia el lecho como si el gemido le hubiera recordado que había allí una enferma—. Es el finis, señora Corney, el finis definitivus.

—¿El finis... qué?

—Me sorprendería muchísimo si viviera dos horas —respondió el aprendiz, volviendo a la tarea de fabricar un mondadientes—. Todo su sistema está destrozado, aniquilado, destruido. ¿Duerme, anciana?

La anciana a la que se dirigió el boticario se acercó al lecho y contestó con un gasto afirmativo.

—Entonces, lo probable es que no despierte, como no hagamos algún ruido. Ponga la luz sobre el suelo para que no la vea.

Obedeció la vieja moviendo la cabeza, como si dudase que la enferma muriera con la tranquilidad que anunciaba el boticario. Seguidamente fue a tomar asiento junto a la otra enfermera, que ya había vuelto por aquel tiempo. La comadrona, sin tomarse la molestia de disimular su impaciencia, arrebujóse en el abrigo y se sentó al pie de la cama.

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