Capítulo XXXIX

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Hace la presentación de algunos personajes respetables que conoce ya el lector, y demuestra que el judío y Monks se entendían perfectamente


La noche que siguió a la en que los tres dignos personajes a quienes se ha referido el capítulo anterior trataron y concluyeron el pequeño negocio allí narrado, el respetable Guillermo Sikes, al despertar de un sueño, preguntó con voz cansada qué hora podría ser.

No era el cuarto de Sikes el mismo que ocupara antes de su malograda expedición a Chertsey, aun cuando estuviese en el mismo barrio y a corta distancia de su anterior alojamiento, ni parecía tan apetecible como aquél, pues su mobiliario era pobre y escaso, pequeño el cuarto, y por añadidura no recibía más luz que la que dejaba pasar una ventanita sumamente estrecha, abierto por el borde mismo del alero del tejado, que daba a una callejuela solitaria y sucia. Ni faltaban tampoco otras indicaciones de que aquel hombre había sufrido reveses de fortuna, pues la escasez de muebles, a la pobreza de los pocos que quedaban, había que añadir la carencia casi absoluta de ropa blanca y de vestir, la falta total de confort, y mil otras cosas que acusan pobreza extrema, sin contar, con que la demacración del egregio señor Sikes era confirmación harto evidente de su precaria situación.

Encontramos al amigo de lo ajeno tendido sobre la cama, envuelto en un gran levitón blanco, que hacía las veces de bata de casa, y presentando una cara a la cual favorecía muy poco el tinte cadavérico que la cubría, el sucio gorro de dormir que le servía de remate y la hirsuta barba negra, privada de las caricias de la tijera desde algún tiempo antes junto al lecho estaba sentado el perro, que tan pronto miraba a su amo como enderezaba las orejas y lanzaba gruñidos sordos, cada vez que los rumores de la calle llamaban su atención. Sentada al lado de la ventana, remendando con ardimiento un chaleco del ladrón, había una mujer, tan pálida y extenuada como consecuencia de las vigilias y de las privaciones, que nos sería sumamente difícil reconocer en ella a la Anita que ha figurado ya en varios capítulos de esta historia, de no ser por la voz con que contestó a la pregunta de Sikes.

—Poco más de las siete —respondió la joven—. ¿Cómo te encuentras, Guillermo?

—¡Más débil que el agua! —gritó Sikes, lanzando una maldición a sus miembros y a sus ojos—. ¡Ven! ¡Dame la mano para que pueda salir de esta maldita cama!

Parece que la enfermedad no había dulcificado el temperamento de Sikes, pues mientras la joven le ayudó a dejar la cama y a sentarse en una silla, su boca no cesó de barbotar imprecaciones y blasfemias, matizadas con quejas sobre la torpeza de su enfermera, a la que concluyó por pegar.

—¿Ya estás lloriqueando? —gruñó Sikes—. ¡A callar! ¿Oyes? ¡si no sabes hacer otra cosa, preferible es que revientes de una vez! ¿Me entiendes?

—Sí, hombre, sí; te entiendo —contestó la muchacha con risa forzada—. ¡Qué cosas se te ocurren a veces!

—Parece que lo has pensado mejor, ¿eh? —dijo Sikes, viendo que temblaba una lágrima en las pestañas de Anita—. ¡Tanto mejor para ti!

—¿Es que tenías gana de pegarme esta noche, Guillermo? —preguntó la joven, poniéndole una mano sobre el hombro.

—¡Bah! ¿Por qué no?

—Hace muchas noches —dijo la muchacha, poniendo en su voz acentos de ternura que le dieron cierta dulzura—, hace muchas noches que te cuido y atiendo como si fueras un niño; vuelves en ti hace un momento, y lo primero que se te ocurre es pegarme. No te hubieras comportado así, si hubieses reflexionado, ¿verdad? ¡Vamos! ¡Dime que no!

—¡Bueno! ... ¡No lo hubiera hecho! ¡Por vida de...! ¿Otra vez llorando?

—No es nada, Guillermo, no hagas caso —respondió la joven dejándose caer sobre una silla. Pronto se me pasará.

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